En la portada la foto nos muestra un mural del Movimiento Campesino de Santiago del Estero para la escuela de formación agroecológica que impulsan desde varios lados organizaciones pertenecientes a la Vía Campesina. Y lo que un mural así nos rememora es el peso de quienes son cruciales y simpre estarán entre nosotros, el peso de nuestro arraigo a nuestra gente, a nuestras tradiciones, a nuestra historia propia y a la historia como la vemos desde nuestro particular lugar donde vivimos y somos — desde nuestro particular paso por la vida. En realidad, hablar del territorio siempre nos remite a nuestro particular eje desde donde tejemos las relaciones significativas, pertinentes, gozosas, visionarias, creativas e imaginantes que es vital reinvidicar y que siempre están presentes, aunque a veces las dejemos de tomar en cuenta. Por eso los movimientos feministas reivindican más la idea de que el territorio más primero es nuestro propio cuerpo, ese territorio que ha sido acaparado y resistido desde principios de los tiempos junto con todos los otros territorios que defendemos para que el futuro siga teniendo un horizonte real y pleno de vida abierta. Hoy volvemos a reivindicar que cualquier acaparamiento de tierra origina la fractura más brutal: hacernos presa de quienes la acapararon, al tiempo de deshilacharnos toda la vida entera en ese primer acto de sometimiento que a toda costa debemos resistir, porque nuestro sentido de humanidad, de memoria, de dignidad, de respeto, quedarían en entredicho. Reivindicando nuestro territorio contra la minería, contra la extracción de energía y agua, contra la invasión de nuestros suelos con los agroquímicos que todo lo envenenan (y que es otra de las tantas cosas que el sistema agroalimentario busca imponernos), le cedemos la palabra a tres sabios de nuestro tiempo —Sigmar Groeneveld, Lee Hoinacki, Ivan Illich— que en 1990 hicieron esta declaración sobre el suelo que nos provoca a abstenernos de las consideraciones abstractas y difusas, por bellas que éstas sean y en cambio nos pide tener presente lo crucial de la memoria, lo crucial de nuestro propio lugar, lo crucial de reivindicar nuestra historia. Lo crucial de los cuidados más remotos y actuales hacia nuestros bienes comunes. El respeto a la convivencia humana como parte fundamental de un futuro posible. Ahora en la COP 21, tal vez las corporaciones ni siquiera se inmuten, pero la gente ya sabemos y estamos claros en que nuestro futuro común pasa por recuperar nuestro territorio más primero: nuestro pleno ser, individual, colectivo, comunal. Declaración de Hebenshausen sobre el suelo El discurso ecológico en torno al planeta tierra, el hambre global y las amenazas a la vida, nos impele a mirar al suelo, de un modo humilde, como filósofos. Estamos plantados en el suelo, no en la tierra. Del suelo venimos y al suelo arrojamos nuestros excrementos y restos. Y no obstante es muy notable que el suelo, su cultivo y nuestras ataduras con él, estén ausentes en el universo de los asuntos que ha puesto en claro nuestra filosofía de tradición occidental. Como filósofos, exploramos bajo nuestros pies porque nuestra generación perdió su asentamiento en el suelo y la virtud. Por virtud nos referimos a la forma, orden y dirección de las acciones vinculadas con un lugar, acciones documentadas por la tradición y que adquieren su ser por las opciones asumidas dentro del alcance habitual de quien actúa; nos referimos a la adopción de prácticas reconocidas mutuamente como buenas dentro de una cultura local compartida, y que enfatiza las memorias de ese lugar. Hacemos notar que tal virtud la encontramos tradicionalmente en las labores, los oficios, la vivienda y el sufrimiento, sustentados no por una tierra, un ambiente o un sistema de energía abstractos, sino por el muy particular suelo que estas mismas acciones han enriquecido con sus rastros. Y empero, pese a este fundamental vínculo entre el suelo y el ser, entre el suelo y el bien, la filosofía no ha generado conceptos que nos permitan relacionar la virtud con el suelo en común, algo totalmente diferente de la conducta administrativa en un planeta compartido. Fuimos arrancados de los vínculos con el suelo, de las conexiones que limitaban la acción —lo que hacía posible una virtud práctica— cuando la modernización de plano nos aisló de la mugre, del agobio, de la carne, del suelo y de la tumba. La economía en que nos absorbieron, a algunos sin saberlo, a otros con alto costo, transforma a las personas en fragmentos intercambiables de población, regidos por las leyes de la escasez. Los hogares y los ámbitos comunes son apenas imaginables para las personas enganchadas a los servicios públicos y estacionadas en cubículos amueblados. El pan es un mero comestible cuando no calorías o simple forraje. Hablar de amistad, religión o sufrimiento conjunto como una suerte de convivialidad, una vez que el suelo ha sido envenenado y cubierto con cemento, parece un sueño académico para la gente esparcida al azar en vehículos, oficinas, prisiones y hoteles. Como filósofos, enfatizamos el deber de hablar del suelo. Para Platón, Aristóteles y Galeno, ello se daba por sentado; no es así ahora. Se pierde de vista el suelo en que crece una cultura o se pueden cultivar granos cuando se le define como un complejo subsistema, sector, recurso, problema o “granja” —como tiende a hacerlo la ciencia agrícola. Como filósofos nos resistimos a los expertos ecológicos que predican respeto por la ciencia pero fomentan un desdén por la tradición histórica, por las cualidades locales y la virtud terrena de fijarnos límites entre nosotros mismos. Con tristeza pero sin nostalgia, reconocemos la preteridad del pasado. Entonces, con poca confianza intentamos compartir lo que vemos: algunos de los efectos de que la tierra haya perdido suelo. Y nos fastidia el desdén por el suelo que observamos en el discurso de los ecologistas de pizarrón. Somos también críticos de muchos bien intencionados románticos, ludditas y místicos que exaltan el suelo y lo hacen la matriz, no de la virtud como la planteamos, sino de la vida en abstracto. Por tanto lanzamos un llamado a constituir una filosofía del suelo: un análisis disciplinado de aquella experiencia y memoria del suelo sin las cuales no pueden existir ni la virtud ni alguna nueva suerte de subsistencia. Hebenshausen, Alemania, 6 de diciembre de 1990 Sigmar Groeneveld, Lee Hoinacki, Ivan Illich Traducción: RVH