BIODIVERSIDAD SUSTENTO Y CULTURAS El CGIAR: ¿Investigaciones Agrícolas para quién? por GRAIN / RAFI* Septiembre 2000 * GRAIN es co-editora de BIODIVERSIDAD y es una ONG internacional con sede en España, que promueve el manejo y el uso sustentables de la biodiversidad agrícola basada en el control de la población sobre los recursos genéticos y el conocimiento local, con especial hincapié en los países del Sur. RAFI (Rural Advancement Foundation International) es una ONG de defensa de los derechos de los agricultores, con sede en Canadá, que ha monitoreado durante mucho tiempo las actividades del CGIAR. La dirección de GRAIN se encuentra en los créditos de este compendio y RAFI puede ser contactado en: RAFI, 110 Osborne St., Suite 202, Winnipeg MB R3L 1Y5 Canadá, Fax: (204) 925 80 34, C.e: [email protected] Si desea recibir una versión íntegra del artículo en inglés, con las notas bibliográficas, favor escribir a GRAIN. La investigación agrícola fuera del propio predio, desempeña, mucho más de lo que imaginamos, un rol fundamental en la orientación que toma la agricultura en el presente y para el futuro. Quién controla esa investigación y quién establece su programa y prioridades, es un elemento de importancia decisiva para la seguridad alimentaria. Un motivo específico de preocupación es la influencia que ejerce el Grupo Consultivo sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales (CGIAR) sobre estas orientaciones. Bajo su dirección, la investigación se ha orientado hacia los métodos intensivos e industrializados de producción, con un costo elevado para la diversidad genética, el medio ambiente y los agricultores más pobres del Sur. Algunas organizaciones no gubernamentales (ONGs) que trabajan en el tema agrícola, vienen insistiendo desde hace tiempo en que el CGIAR debe reestructurar su programa de investigación y sus procedimientos de toma de decisiones, para garantizar la participación real y plena de los agricultores del Sur y para dar respuesta a los parámetros más amplios de la seguridad alimentaria y los sistemas de subsistencia. Una versión más extensa del presente artículo fue publicado por The Ecologist* (V. 26, N. 6, nov/dic de 1996), y fue preparado con material de investigación que produjeron Genetic Resources Action International (GRAIN) y Rural Advancement Foundation International (RAFI). Durante siglos, los agricultores han hecho experimentos cultivando diferentes plantas y aprovechando la asombrosa versatilidad de las combinaciones genéticas para producir las variedades que se adaptaran mejor a sus necesidades. Observaron en qué lugares y condiciones prosperaban las variedades y seleccionaron para plantar en mayores extensiones o mejorar más aquellas que, por ejemplo, muestran mayor resistencia a las plagas o que crecen en las condiciones locales del suelo, armonizando muy bien su adaptación a los diferentes microambientes a medida que se desarrollan. Esta investigación agrícola local se sigue realizando normalmente en muchos establecimientos agrícolas pequeños y medianos de todo el mundo y es una práctica común de los campesinos. Pero como en las últimas décadas las políticas oficiales han hecho que cada vez más agricultores, por decisión propia u obligados por contratos con empresas u organismos de financiación, adoptaran los métodos industrializados de cultivar la tierra -en particular el uso de insumos externos como los fertilizantes químicos, los plaguicidas y las semillas comerciales- gran parte del trabajo de investigación en el que se basaron históricamente las mejoras de los sistemas agrícolas ha ido pasando cada vez más a instituciones especializadas situadas muy lejos de las comunidades agrícolas locales. Esas instituciones ejercen una gran influencia en la manera cómo los agricultores cultivan la tierra y determinan en gran medida qué semillas se consiguen y en qué condiciones. Mientras que las semillas que los agricultores solían preparar reflejaban las necesidades del lugar, las semillas que se compran o se obligan a sembrar hoy en día han sido creadas para satisfacer las necesidades institucionales más importantes de los fabricantes comerciales de semillas, las firmas agroindustriales y las organizaciones multilaterales de financiamiento y desarrollo, a menudo en detrimento de las necesidades locales. Por ejemplo, el programa que el gobierno de Filipinas puso recientemente en práctica para fomentar la producción de cereales a fin de incrementar la autosuficiencia del país en materia de alimentación de ganado obligó a los agricultores a usar semilla de maíz amarillo híbrido de la empresa transnacional Cargill. En el sur del país, esas semillas fracasaron de manera catastrófica. El maíz que logró crecer no pudo competir con el forraje importado, especialmente porque las nuevas semillas requirieron el doble de fertilizante que las tradicionales. En el proceso, se da una importante erosión de suelos y los agricultores van perdiendo progresivamente el control sobre sus medios de vida. Salvador Escudero, secretario de Agricultura de ese país, se lamenta: «La empresa transnacional nos ha tenido siempre amenazados. Nos vemos obligados a comprar semillas a las dos compañías más grandes Cualquier arreglo en el que los agricultores no puedan elegir está condenado al fracaso.» Como queda claro en el caso de las semillas, la investigación agrícola fuera del predio desempeña un papel central en determinar la dirección actual y futura de la agricultura. Tiene una importancia decisiva para la seguridad alimentaria quién controle esa investigación y quién fije su programa. El Grupo Consultivo sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales (CGIAR) De particular interés es la influencia que ejerce el Grupo Consultivo sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales (CGIAR por su sigla en inglés) sobre la investigación agrícola de todo el mundo y en especial sobre la investigación en genética vegetal. Creado en 1971 bajo el copatrocinio del Banco Mundial, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el CGIAR es una asociación informal de fundaciones privadas, organizaciones internacionales para el desarrollo y más de 50 gobiernos, en su mayoría de países industrializados del hemisferio Norte. No tiene personalidad jurídica formal y toma decisiones por consenso. Para ser miembro del grupo hay que pasar una cuota anual de 500.000 dólares. Los miembros del CGIAR celebran reuniones dos veces al año, presididas por el Banco Mundial, para examinar el trabajo del Grupo, fijar el programa siguiente y comprometer fondos para el trabajo de dieciséis Centros Internacionales de Investigaciones Agrícolas (CIIA) distribuidos en distintas partes del mundo. Doce de éstos se dedican a los productos básicos más importantes, como el arroz, el trigo, el maíz y las leguminosas; los otros cuatro se ocupan de investigar cuestiones relacionadas con el manejo. En total, los centros emplean a 880 científicos de distintos países y unos 11.800 funcionarios. En 1995, el gasto del CGIAR fue de aproximadamente 300 millones de dólares; se prevé que el programa de investigación para 1997 cueste 325 millones de dólares. Las tres cuartas partes del presupuesto del CGIAR son cubiertas por los países de la OCDE y el resto proviene en su mayor parte de instituciones multilaterales, dirigidas por el Banco Mundial, y bancos regionales de desarrollo. En 1993, solo algo más del 1% de los fondos del CGIAR provenían de los gobiernos del Sur. El presupuesto del Grupo es mayor que el de la UNESCO y comparable al de la FAO y la OMS, mientras que la dotación de personal excede en mucho a la de cada una de dichas organizaciones. Aunque el gasto del CGIAR representa entre el 0,5% y el 3% del gasto total mundial en investigación agrícola, esta agrupación no oficial carece de una estructura de dirección clara y de personería en el derecho internacional se ha convertido en una fuerza importante por lo que respecta a la investigación sobre cultivos de interés mundial. Por lo que se refiere a la determinación del programa de investigación para otras instituciones, su dirección es fundamental. Esto se cumple especialmente en el caso de los sistemas públicos de investigación agrícola de los países del Sur, que adaptan muchos de los resultados de las investigaciones del CGIAR a su país. Los programas de capacitación del CGIAR aumentan la influencia de éste. El Grupo afirma haber capacitado entre 20.000 y 45.000 científicos de más de 117 países desde principios de la década de 1960. Se calcula que el 35% de todos los científicos agrícolas del Tercer Mundo han recibido algún tipo de capacitación en algún CIIA. El control del programa de investigación del Grupo depende en gran medida de los dieciséis directores generales de los CIIA y de la Comisión de Asesoramiento Técnico (CAT) del Grupo. Las cuatro quintas partes de esos puestos claves están ocupados por gente del Norte, así como las tres cuartas partes de las presidencias de las principales comisiones encargadas de tomar decisiones. En los últimos años, de ocho cargos que quedaron vacantes -siete de director general y la presidencia de la CAT- sólo uno se ocupó con una persona perteneciente al Sur. En la actualidad, más de la mitad de los cargos más altos son coto de sólo cuatro países del Norte: Estados Unidos, Australia, Gran Bretaña y Canadá. Combatientes de la Guerra Fría Aunque se fundó en 1971, los orígenes e intereses del CGIAR se remontan al fin del dominio colonial europeo directo de la década de 1940 y 1950 y al temor general que se apoderó de los dirigentes del Norte de que «el rápido aumento de la población» de los nuevos Estados independientes del Sur conduciría a la escasez de alimentos y a exigencias de reforma agraria y otras políticas «subversivas». A menos que se hiciera algo para incrementar la producción de alimentos y controlar el crecimiento demográfico, se pronosticaba que aumentaría el hambre y la «expansión comunista» (cosa que preocupaba especialmente desde que en 1949 se estableciera la República Popular de China). La Fundación Rockefeller, con sede en Estados Unidos, puso en movimiento la respuesta del Norte a esos temores. Mientras distribuía afanosamente anticonceptivos en el sur de Asia, empezó a respaldar un programa de mejoramiento del trigo en México. En 1962, ya habían aparecido las primeras variedades mexicanas de trigo de alto rendimiento y en 1966 ya ocupaban más del 95% de la superficie cultivada con trigo en México. En 1969, la producción de trigo había crecido más de tres veces y México se había vuelto «autosuficiente» en ese rubro. Los objetivos de los investigadores parecían haberse cumplido. En 1963, Norman Borlaug, el científico responsable de la creación de esos nuevos cultivos, siguió viaje a Pakistán y la India para repetir el mismo método. En 1967, los nuevos trigo pakistaníes estaban prontos para la venta, mientras que las cepas mexicanas superaron el rendimiento de las variedades indias en un 30%. En Asia, a principios de la década de 1960, la Fundación Rockefeller se unió a la Fundación Ford para establecer en Filipinas el Instituto Internacional de Investigaciones sobre el Arroz (IRRI). En 1966, el IRRI puso a la venta su primera variedad de arroz de gran rendimiento, el IRS, creado mediante el cruzamiento de una variedad taiwanesa enana y una indonesia de gran aceptación. Pese a varias desventajas serias -el grano de IRS era de baja calidad y la variedad carecía de resistencia a las enfermedades y plagas comunes del arroz- se distribuyó mucho debido a sus posibilidades de gran rendimiento. Hacia fines de la década de 1960, en el Tercer Mundo un 25% de la tierra dedicada al cultivo de arroz estaba plantada con el IRS o variedades semi-enanas similares. El arroz milagroso se había unido al trigo milagroso, en la supuesta búsqueda de vencer el hambre en el mundo, en la que estaba la Fundación Rockefeller. Como el ímpetu crecía, ambas fundaciones se convencieron de que las semillas producidas en una parte del mundo podían crecer con éxito en otra siempre y cuando se desarrollaran en y para sistemas uniformes de producción, y siempre y cuando el dinero se invirtiera en una iniciativa filogenética global. Para fines de la década de 1960, establecido el primer CIIA, las dos Fundaciones habían convencido al en ese entonces presidente del Banco Mundial, Robert MacNamara, de que se hiciera cargo del proyecto en expansión. En 1971, se fundó el Grupo Cosultivo sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales (CGIAR), un grupo de donantes del Norte que se proponía apoyar una red de centros de investigación agrícola para aumentar la producción de alimentos en todo el Sur, lo que supuestamente iba a poner fin al hambre. ¿Quiénes se benefician? Aunque se dijo que la tarea encomendada al CGIAR consistía en aumentar la producción de alimentos en el Sur, la labor de los CIIA benefició también en gran medida el desarrollo agrícola del Norte. Según manifestaron tres miembros del gabinete del presidente Clinton en un intento (infructuoso) de persuadir al Senado de Estados Unidos de que ratificara el Convenio sobre Diversidad Biológica de las Naciones Unidas, el germoplasma extranjero contribuye con 10.200 millones de dólares anuales a la producción de maíz y soja de Estados Unidos. Podrían haber agregado que la mayor parte de ese germoplasma procede de los centros de investigación del CGIAR pagados con ayuda extranjera y que el maíz y la soja son sólo una pequeñísima fracción de los beneficios totales que Estados Unidos recoge del CGIAR. Examinemos el cultivo de trigo de Estados Unidos. Según un estudio realizado en 1996 por uno de los dieciséis centros de investigación del CGIAR, el Instituto Internacional de Investigaciones sobre Política Alimentaria (IFPRI), con sede en Washington D.C., el germoplasma de otro CIIA, el Centro Internacional para el Mejoramiento del Maíz y del Trigo (CIMMYT), con sede en México, puede encontrarse ahora en el 58% del cultivo de trigo de Estados Unidos; su contribución en efectivo desde 1970 a los agricultores estadounidenses no baja de los 3.400 millones de dólares, mientras que el aporte que hace a las empresas transformadoras de alimentos del país es de alrededor de los 13.400 millones de dólares. El estudio de 1996 sitúa la ganancia económica que desde 1970 han obtenido los consumidores estadounidenses de germoplasma del IRRI, que ahora representa las tres cuartas partes de la cosecha de arroz de Estados Unidos, en alrededor de los 1.000 millones de dólares, como cifra moderada. Estados Unidos es sólo uno de los países del Norte que se benefician con el CGIAR. RAFI ha calculado que más del 80% del cultivo de trigo de Australia y Nueva Zelanda se basa en el material de reproducción del CIMMYT, junto con el 60% de las pastas italianas y más de la cuarta parte de la producción canadiense de trigo. En total, RAFI sitúa el beneficio anual que la producción de trigo del Norte obtiene de los centros de investigación del CGIAR, en no menos de 3.000 millones de dólares. Los genes de arroz del IRRI agregan a esa cifra otros 655 millones de dólares anuales; los porotos del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), con sede en Colombia, intervienen con otros 111 millones de dólares, mientras que un cálculo prudente con respecto al maíz sitúa el aporte de éste en alrededor de 29 millones de dólares. Estos cuatro cultivos solamente dan al Norte un rendimiento anual de casi 3.800 millones de dólares de una inversión de 300 millones de dólares en «ayuda externa». Tanto los críticos como los defensores del CGIAR reconocen que los beneficios de la investigación del CGIAR para el Norte van mucho más allá de los cereales y los porotos. Una variedad de papa creada por el centro de investigación que funciona en el Perú, por ejemplo, tiene una amplia resistencia a las enfermedades y será plantada desde Australia hasta Europa. Del mismo modo, el germoplasma obtenido en dicho centro de investigación acabó con las pérdidas que el nemátodo dorado causaba en las papas del Norte. Mientras tanto, el centro de investigación de Colombia clasificó hierbas y leguminosas forrajeras de América Latina, el Caribe y Africa oriental y las envió a Australia para reforzar la industria ganadera de dicho país. El germoplasma y la investigación del Instituto Internacional de Investigación de Cultivos para Zonas Tropicales Semiáridas (ICRISAT), con sede en la India, produjo variedades de sorgo resistentes a la sequía en Texas y una nueva y próspera industria del garbanzo en Australia. Mientras tanto, la investigación efectuada en el Instituto Internacional de Investigación de la Ganadería (ILRI), en Kenia, sirvió para aumentar la producción de leche de cabra en Estados Unidos y proteger el ganado de las enfermedades en todos los países industrializados. El germoplasma de guisante y boniato del Instituto Internacional de Agricultura Tropical (IITA) de Nigeria está sirviendo en la actualidad a los establecimientos agrícolas de Estados Unidos y constituye la base de un nuevo «snack» que las transnacionales ponen en venta. Ganancias como éstas son vistas por muchos funcionarios del CGIAR simplemente como efectos secundarios afortunados de la investigación centrada en el Sur. Sin embargo, a veces el flujo hacia el Norte se parece más a una hemorragia. En los últimos años, las tres cuartas partes del intercambio de genes de garbanzo del ICRISAT y cerca de la tercera parte del triticale de CIMMYT (un cruzamiento de centeno y trigo) fueron para el Norte. Hoy en día, la tercera parte de las muestras de semillas tropicales que salen anualmente del CIMMYT termina en manos de transnacionales como Pioneer Hi-Bred y Cargill. Pioneer Hi-Bred obtuvo maíz híbrido del IITA de Nigeria, producto de una investigación que financió directamente el gobierno de Nigeria y actualmente se está comercializando desde Zimbabwe hasta Tailandia. Mientras tanto, Cargill está comercializando en Africa oriental y Asia, maíz que líneas obtuvo cruzando del IITA. Al menos cuatro variedades del CGIAR están «protegidas» en Estados Unidos o Europa por una forma de patente para vegetales. ¿A quién pertenece el germoplasma? La fuente fundamental de este flujo de beneficios hacia el Norte -el germoplasma- se encuentra en los bancos de genes del CGIAR. Desde el principio (pero particularmente en la década de 1970 y 1980), los centros de investigación del CGIAR, trabajando bajo la bandera de la ONU y con los auspicios de la FAO, recogieron medio millón de muestras de semillas de los campos de los agricultores de Africa, Asia y América Latina. Aunque el CIIA es sólo del 13 al 16% del total almacenado en todo el mundo, este germoplasma constituye alrededor del 40% de las muestras originales producidas por los agricultores, las cuales son vitales para el mejoramiento futuro de los cultivos. Los centros tienen una obligación científica (si no moral) de duplicar las muestras recolectadas en por lo menos un banco de genes más, como medida de seguridad. Alrededor de las dos terceras partes de las muestras nunca han sido duplicadas; las pocas que sí lo fueron han ido a parar invariablemente a los bancos del Norte aunque normalmente había instalaciones más nuevas y menos abarrotadas más cerca, en el Sur. A fines de la década de 1970, los agricultores del Sur y sus gobiernos empezaron la lucha por recuperar el control sobre el germoplasma de los cultivos que ellos mismos habían seleccionado. Cuando en 1992, en la Cumbre de la Tierra, las Naciones Unidas aprobaron el Convenio sobre Diversidad Biológica, pareció que se había avanzado algo. Pero el Convenio excluye expresamente el control sobre los materiales biológicos recogidos antes de su puesta en vigor a fines de 1993. Las plantas, animales y hongos recogidos con anterioridad pertenecen al país en que se encontraran en el momento en que el Convenio se convirtió en ley, sin que importara de dónde procedían originalmente. Del germoplasma que se encuentra clasificado y disponible para la investigación científica y comercial, dos tercios del de cultivos y más del 85 por ciento del material animal y microbiano se guarda en bancos del Norte, aunque casi todo tiene su origen en el Sur. En efecto, prácticamente toda la diversidad de cuya existencia se tenga conocimiento y a la que se le atribuye valor financiero se encuentra fuera del campo de aplicación del Convenio, el cual está restringido a los materiales biológicos sin recolectar ni clasificar cuya existencia no se conoce aún, y que quizás nunca lleguen a tener valor comercial. Con las empresas de biotecnología, establecidas principalmente en el Norte, que están buscando afanosamente germoplasma del Sur, los beneficios comerciales de ese acuerdo para el Norte son incalculables. Como las empresas privadas se introducen en los mercados de semillas del Sur, los agricultores corren el riesgo de tener que pagar todos los años por el producto final de una investigación que les llevó cientos de años y les pertenece. El negocio completo se va convirtiendo rápidamente en un «cleptomonopolio», que transforma el germoplasma que da gratuitamente el Sur en monopolios de patentes para el Norte. Del mejoramiento genético y algunos prejuicios Nada de lo anterior debe ser entendido como la denuncia de una conspiración del Norte para empobrecer aún más al Sur ni que la investigación agrícola que se realiza en una parte del mundo no debe beneficiar a otras. La realidad es mucho más complicada de lo que las cifras en dólares puedan indicar. No obstante, no se puede soslayar la conclusión de que el sistema del CGIAR, descrito durante mucho tiempo como una manera de beneficiar la producción de alimentos y a los agricultores pobres del Sur, proporciona enormes beneficios al Norte canalizando el germoplasma del Tercer Mundo hacia los mejorados del Norte. Algunos observadores afirman que no hay nada intrínsecamente malo en esto, siempre y cuando los agricultores y otros innovadores espontáneos del Sur reciban una compensación por su investigación a través de los siglos, cosa que en el presente no sucede. Además, como el mejoramiento y creación de variedades de los agricultores está basado en el libre intercambio y los procesos colectivos, compensaciones de este tipo nunca harían justicia, ni promoverían que ese proceso pudiera continuar. Esa forma de compensación no cumpliría en absoluto con el objetivo explícito del CGIAR de apoyar la agricultura de la alimentación en el Tercer Mundo. En forma más general, los críticos señalan que es urgente que el CGIAR reestructure su programa y sus procedimientos de investigación para que los agricultores de pequeña escala recuperen el control sobre la dirección que se da a la agricultura, investigación y tecnología. Esto no se puede hacer sin una reforma importante. Desde sus comienzos, el CGIAR ha tendido a ver la agricultura y a los agricultores del Sur como «problemas». Más que fortalecer y mejorar las técnicas indígenas, la investigación agrícola de los CIIA tendió a reemplazarlas con los hallazgos de la «ciencia moderna». Desde el inicio de la Revolución Verde, la existencia misma de las tecnologías y el saber indígenas referentes al cultivo de la tierra fueron totalmente pasados por alto, ceguera que persiste en el CGIAR. Por ejemplo, cuando en 1952, miembros de la Fundación Rockefeller regresaron de un viaje exploratorio a la India, llegaron a la conclusión de que el pueblo indio estaba «esclavizado por siglos de tradición y no era verdaderamente libre de probar nuevos métodos o explotar su propia inventiva». Por lo tanto, actuaban más por impulso que guiados por la razón: «Las aldeas son tan uniformes como tantos hormigueros. En efecto, desde el aire, desde donde se pueden ver muchas aldeas a la vez, tienen la apariencia de estructuras construidas por criaturas movidas principalmente por instintos animales heredados y desprovistas de toda inclinación a apartarse de un modelo hereditario fijo.» La creencia en la superpoblación, unida a la percepción de que el pueblo es intrínsecamente resistente al cambio, exigía la introducción de soluciones científicas externas universalmente aplicables. Uno de los resultados fue la disminución de la investigación sobre variedades adaptadas a realidades locales específicas. Cuando se creó el IRRI, por ejemplo, la dirección del Instituto convenció a altos funcionarios del gobierno de Filipinas de que el IRRI iba a hacer tan buen trabajo que no sería necesario desarrollar la capacidad nacional para la investigación en arroz. En consecuencia, Filipinas efectivamente cesó por completo la investigación sobre el arroz durante casi treinta años, hasta que, en 1985, la presión que ejercieron los agricultores para que los cultivos se adaptaran a la realidad nacional llevó a la creación del Philippine Rice Research Institute. En Sri Lanka, que según un observador era el país que poseía «la estructura de investigación más perfeccionada», que superaba incluso la de Estados Unidos, el primer representante del IRRI instó al gobierno a ir disminuyendo la investigación sobre el arroz esgrimiendo como razón que el IRRI podía proporcionar todas las variedades nuevas que se necesitaban. Con el IRRI comenzó un método de investigación totalmente nuevo: «Donde Sri Lanka empezó partiendo del suelo y el ambiente, el IRRI empezó con la planta de arroz. Donde Sri Lanka se basó en las variedades locales, el IRRI buscó una solución universal. Donde Sri Lanka examinó el potencial de muchos cultivos diferentes, el IRRI se concentró en el arroz de riego Donde la capacitación que impartía Sri Lanka sobre la ciencia del arroz se basaba en el análisis de las necesidades del país, la capacitación del IRRI se concebía desde el punto de vista de una ciencia universal y abstracta que iba a resolver los problemas de escasez de alimento en Asia.» Otra tendencia que determinó la dirección y las consecuencias de la investigación de los CIIA fue la de centrarse casi exclusivamente en el rendimiento de un solo producto básico. Convencidos de que la manera de resolver el problema del exceso de personas hambrientas es producir más alimentos, los antecesores de la Revolución Verde le dieron al «rendimiento» el sentido de kilogramos de cereal por hectárea y nada más. Casi no se prestó atención a los diversos usos que pueden tener los cultivos o a los cultivos complementarios que desde hacía mucho tiempo los agricultores cosechaban junto a sus cultivos principales. Los impactos de la Revolucion Verde En 1993, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) publicó un resumen de seis puntos acerca de los problemas que afectaban a la agricultura en el mundo. Si bien la FAO no se destaca por promover las estrategias agrícolas más acertadas en los países del Sur, su crítica de las tendencias generales es clara: los monocultivos no son sustentables; se ha hecho caso omiso de las zonas áridas y semiáridas; la mejora fitogenética está demasiado centrada en los principales cultivos comerciales; se da poca importancia a los sistemas de cultivos «menores»; y se recurre demasiado a los fertilizantes minerales y, por último, el control de la erosión del suelo supera el manejo de la humedad del suelo. Y sigue: «Hoy, estas consecuencias son aceptadas por todos y los sistemas de investigación y extensión las están enfrentando cada vez más.» La erosión del suelo Según la FAO, el 25% de la tierra agrícola del mundo -tierra cultivable, tierras de cultivo permanentes, tierra de cereales- ha sido degradada por el mal manejo. El quitarle a la tierra su cubierta vegetal protectora, el uso de maquinaria pesada, el monocultivo continuo, la no aplicación de los métodos de conservación del suelo, la tala de árboles en los campos, la pérdida de materia y vida orgánica del suelo, todo esto aumenta la erosión del suelo. La agricultura industrial ha promovido todos estos métodos que producen, además, la erosión de la biodiversidad agrícola y la ruptura de la estabilidad de los agroecosistemas. La degradación del agua El mal manejo de los recursos hídricos está estrechamente ligado al empobrecimiento del suelo. La agricultura en general representa el 73% del consumo total de agua del mundo. Alrededor del 10% de las tierras regadas del planeta se han perdido o están seriamente dañadas por los métodos intensivos que causan salinización, alcalinización y compactación del suelo. Una de las cosas que necesitan muchas de las variedades de gran rendimiento para producir mucho, es agua en abundancia; la falta de ésta se convirtió en un importante obstáculo para sostener los impresionantes aumentos de producción del principio. Para suministrar esas enormes cantidades de agua, se construyeron grandes represas y embalses que por lo general redundan en beneficios a corto plazo y efectos negativos a largo plazo. Insumos químicos Otra de las condiciones para obtener los rendimientos prometidos por la Revolución Verde es el uso de fertilizantes sintéticos y productos agroquímicos en dosis masivas, lo que resulta caro y perjudicial para el ambiente. En la India, entre 1952-53 y 1975-76 la producción y la importación de fertilizantes sintéticos sumadas creció en más del 3.000%, de 107.000 toneladas a casi 3,4 millones. Los países en desarrollo que se adhirieron a la Revolución Verde gastaron enormes recursos durante las décadas de 1960 y 1970 en la importación, la producción, la subvención y la distribución de ese tipo de fertilizantes, con la asistencia de transferencias internacionales masivas. Cuando esas subvenciones se suprimieron o se redujeron seriamente durante el período de ajuste estructural impuesto por el FMI y la crisis económica general que sobrevino en la década de 1980, los agricultores que se habían aficionado a la solución rápida del nitrógeno-fósforo-potasio se encontraron repentinamente con los suelos erosionados, empobrecidos e intoxicados y sin recursos para seguir comprando fertilizantes químicos. A los riesgos para el ambiente y la salud que trajo aparejados la Revolución Verde se agregó la dependencia de los plaguicidas químicos. Muchos han puesto en tela de juicio la sensatez de usar plaguicidas en forma masiva como estrategia para luchar contra las plagas y como medio de aumentar la producción. Thomas R. Odhiambo, director de ICIPE, menciona el ejemplo de la agricultura en Estados Unidos: «Parece que, sorprendentemente, las pérdidas causadas por los insectos han aumentado casi el doble (del 7% de la cosecha en 1945 a alrededor del 13% en 1989), aunque la aplicación de insecticidas creció más de diez veces en el mismo período.» Norman Myers, especialista en diversidad biológica, señala que: «alrededor de la mitad de las 500 especies de insectos, que en Estados Unidos ocasionan 2.000 millones de dólares anuales de pérdida por daño en los cultivos, han desarrollado resistencia a los insecticidas.» Los monocultivos de la Revolución Verde han reemplazado ecosistemas agrarios bien adaptados en los que crecía una gran variedad de cultivos resistentes a los daños que causan las plagas. Mediante métodos antiguos y el uso de variedades seleccionadas resistentes, los agricultores habían logrado equilibrios frágiles pero efectivos que evitaban o reducían las pérdidas de las cosechas. La lucha contra las plagas no depende exclusivamente de medidas remediales sino del suelo, el estado sanitario de las plantas y el terreno y la estabilidad. La introducción de una tecnología que alteró estos delicados equilibrios llevó a que aumentaran los daños ocasionados por las plagas y a usar plaguicidas. La erosión genética La base genética de la mayoría de los cultivos, especialmente de los principales cultivos básicos, ha quedado tremendamente erosionada al desplazar las variedades «milagrosas» de la Revolución Verde a las variedades de los agricultores. A la vez ha sido perjudicada la biodiversidad característica de los sistemas tradicionales. El arroz y el trigo probablemente hayan sido los más castigados. En 1990, las variedades modernas de arroz cubrían el 74% de las tierras dedicadas al cultivo de arroz de Asia. Países como Sri Lanka, Filipinas, China y Malasia se han pasado a las nuevas cepas casi totalmente. Pocas décadas atrás, los agricultores indios cultivaban unas 50.000 variedades de arroz; hoy cultivan unas pocas. Lo mismo ocurre en Filipinas, donde antes se cultivaban unas 4.000 variedades diferentes y ahora los agricultores plantan únicamente unas pocas en todo el país. En Indonesia, en los últimos quince años se han extinguido .1.500 variedades locales de arroz. El IRRI ha desempeñado un papel importante en esta pérdida de diversidad en los arrozales de Asia. Hacia fines de la década de 1960, el IRB del IRRI y otras variedades semi-enanas cubrían el 25% de la superficie dedicada al cultivo de arroz del Tercer Mundo. En 1986, el porcentaje llegó al 55%. Siempre se perderá algo de diversidad genética en la agricultura como resultado del cambio en las necesidades y los gustos, las condiciones excepcionalmente difíciles debidas al clima, los disturbios políticos y el contacto con otras poblaciones. Pero la velocidad del ritmo actual de erosión genética no tiene precedentes. La principal razón de semejante pérdida puede encontrarse directamente en el prejuicio de la Revolución Verde hacia el aumento del rendimiento neto de la producción de algunos cultivos, y en la introducción de variedades estandarizadas de alto rendimiento sin tener prácticamente en cuenta los efectos que iba a generar a largo plazo el sustituir las variedades tradicionales. Además, el tipo de estrategias de conservación que ha fomentado el CGIAR tiene en parte que ver con la reducción de la diversidad biológica en el planeta. Durante treinta años, el CGIAR ha encabezado la tendencia a promover un solo tipo de estrategia de conservación: la ex situ. Los bancos de genes, método de conservación basado en la alta tecnología, son caros, sufren cortes de energía, carecen de personal capacitado y a menudo no pueden conservar lo que se supone que deben conservar. Las semillas mueren almacenadas en frío y sufren cambios genéticos cuando se plantan en terrenos y condiciones diferentes de los de origen. Hace sólo cinco años, un estudio de la colección nacional de germoplasma de Fort Collins, Estados Unidos, una de las colecciones nacionales más grandes del mundo, reveló que menos de un tercio de las muestras de semillas estaban sanas. De los otros dos tercios unas contenían muy pocas semillas (45%), de otras no habían pruebas de viabilidad (20%) y otras estaban «muertas o muriendo» (8%). Según un estudio reciente de los CIIA, solo un tercio de las accesiones de germoplasma de dichos centros parecen tener una copia en otro banco de genes. De las muestras que (probablemente) habían sido copiadas, la cuarta parte estaba almacenada en condiciones de seguridad técnicamente inadecuadas (o incluso desconocidas). El estudio reveló también la situación jurídica confusa de las colecciones de seguridad. Menos del nueve por ciento de las colecciones de los CIIA estaban copiadas y almacenadas en base a acuerdos escritos firmados entre el CIIA y el banco de genes receptor. De modo que el país que recibía las colecciones (por lo general situado en el Norte) era libre de considerar propias las semillas y hacer lo que quisiera con ellas. El estudio planteó dudas sobre a quién estaban sirviendo los bancos de genes de los CIIA. Aunque el CGIAR reclamaba que estaba enviando cientos de miles de muestras de semillas por año a todo el mundo, los datos que se revelaron en el estudio mostraron que casi la mitad de los intercambios de muestras de semillas fueron a otros CIIA y a organizaciones internacionales. Un tercio quedó en el país receptor y solo la quinta parte fue a otros países. También había una considerable confusión financiera. Aunque el sistema del CGIAR afirmó que gastaba alrededor de 23 millones de dólares por año en la conservación de semillas, los investigadores de las ONG solo pudieron confirmar, siendo optimistas, 15 millones. Los gastos individuales de cada Centro eran también desordenados e incoherentes y los había desde 4 dólares por entrada hasta más de 200. Por ejemplo, el arroz tradicionalmente había dado mucho más que el grano y entre los otros productos figuraban el pescado, los camarones, los cangrejos y otros animales, hierbas comestibles, paja para abono y alimento para los búfalos y medicinas. Esta «cosecha escondida» -gran parte de la cual se perdió con la Revolución Verde- rara vez se toma en cuenta cuando se comparan los datos de los rendimientos de las variedades de la Revolución Verde con los de las variedades tradicionales. Se ha afirmado que si se tomara en cuenta el rendimiento total, los sistemas tradicionales demostrarían ser mucho mejores y más efectivos que las variedades de gran rendimiento. Otro elemento que integra la tendencia a hacer rendir un solo producto básico es la importancia que han dado algunos CIIA a adaptar prioritariamente los cultivos que les han encomendado para que crezcan en los medios más favorables. Por ejemplo, se ha prestado mucha más atención a investigar sobre cultivos para sistemas de tierras bajas con riego que para las tierras altas más frágiles y diversas. Durante mucho tiempo el IRRI ha dedicado mucho más de la mitad de su presupuesto anual al arroz destinado a las tierras fértiles bien regadas donde los agricultores tienen mejor acceso a las facilidades de crédito y a los mecanismos de comercialización, porque supone que esas tierras y esos agricultores alimentarán a las ciudades que crecen. La estrategia del CGIAR de centrarse en aumentar la producción de productos básicos también pasó completamente -y deliberadamente- por alto las cuestiones relativas a la distribución, entre ellas las razones que fomentan el crecimiento de las ciudades y por las que los pobres siguen siendo pobres. Como ha quedado claro en las últimas décadas, aumentar la producción de alimentos sirve de poco par alimentar a la gente si a ésta se le niega el acceso a los alimentos producidos, ya sea porque no pueden cultivarlos o porque no tiene lo suficiente para comprarlos. Garantizar el acceso a los alimentos exige que se tomen medidas para redistribuir el poder y los recursos, cuestiones que los arquitectos de la Revolución Verde deseaban eludir en su afán por encontrar las soluciones técnicas a la política del hambre. ¿Y la sustentabilidad? Treinta años después del comienzo de la Revolución Verde, los miembros del CGIAR y también sus críticos están ejerciendo gran presión para que el Grupo cambie su programa. Tras un «proceso de renovación» que comenzó a principios de la década de 1990 y duró dos años, el Grupo dice que ahora está reenfocando su investigación. En el futuro, se prestará más atención a garantizar la «sustentabilidad» y fomentar la «investigación centrada en el agricultor». Su «nueva» misión abarca la promoción de la agricultura sustentable para garantizar la seguridad alimentaria de los países en desarrollo. Pero el foco subyacente del CGIAR parece seguir siendo el mismo. A las dimensiones sociales, económicas, culturales, políticas e interpersonales de la alimentación y la agricultura, el Grupo continúa atendiéndolas muy poco más que de palabra y atribuye la destrucción del ambiente y el hambre en el mundo solo al crecimiento demográfico. Igual que antes, la única solución que ven es aumentar la producción mediante métodos intensivos e industrializados de cultivo, ahora con la ayuda de la ingeniería genética. Según la Comisión de Asesoramiento Técnico del CGIAR, los sistemas que emplean pocos -o ningún- insumos externos son intrínsecamente no sustentables, puesto que se los considera incapaces de alimentar una población creciente. El punto de partida es que los «sistemas que usan insumos sacados del propio establecimiento terminan por agotar las reservas de nutrientes del suelo, reducen la cubierta vegetal y dejan el suelo expuesto a la degradación». De modo que la «sustentabilidad» exige que los viejos sistemas «cerrados» se reemplacen con «sistemas de producción abiertos», es decir abiertos a los insumos externos y a la producción que deje excedentes (medidos en dinero en el mercado). En las zonas donde los agricultores no pueden pagar insumos externos, habría que adoptar otras soluciones, como el reciclaje de nutrientes, la fijación de nitrógeno y la agrosilvicultura, para sustentar un nivel moderado de producción y limitar la degradación. En las zonas más ricas, en cambio, «se necesitan grandes proporciones de insumos externos para sustentar niveles de producción elevados sin agotar la fertilidad del suelo». Desechar los sistemas que usan pocos insumos o que no usan insumos externos con el argumento de que son intrínsecamente no sustentables es, realmente, ver el mundo al revés o ser ciego. La preocupación que existe actualmente en el mundo por la sustentabilidad no comenzó porque los sistemas tradicionales de cultivo hayan «fracasado», sino porque la Revolución Verde -en sólo medio siglo- está destruyendo la agricultura. Impulsada por la investigación al estilo del CGIAR en los países del hemisferio Sur, la agricultura de la Revolución Verde está socavando la base de recursos porque agota la diversidad genética de las tierras agrícolas, degrada los suelos, suprime establecimientos agrícolas, expulsa a los agricultores de sus campos y contamina abastecimientos de agua que son perniciosos. Paradójicamente, ahora los investigadores del sector formal están redescubriendo los métodos «tradicionales» como la rotación de cultivos, la lucha biológica contra las plagas y las estrategias de manejo del suelo, como maneras sensatas de mejorar la sustentabilidad de la agricultura «moderna». También es discutible la suposición de que los sistemas que emplean pocos insumos externos son inevitablemente poco productivos. Tomado puntualmente, el rendimiento de granos puede efectivamente ser más bajo, pero medir un cultivo entre los productos que extraen los agricultores es muy engañoso. Aún queda por demostrar que, medido a largo plazo, las llamadas variedades de alto rendimiento, realmente lo mantengan. El aumento del rendimiento no depende únicamente de que se extienda la Revolución Verde, como afirma el CGIAR. En realidad, la investigación reciente indica exactamente lo contrario: mientras que los rendimientos de las variedades «modernas» se están estancando o están disminuyendo, cada vez hay más evidencia de que para gran parte de la agricultura de bajos insumos externos -compleja, diversa y riesgosa- la producción actual está muy por debajo de su potencial sustentable. La revolución genética Esto no quiere decir que no haya problemas de sustentabilidad en determinados sistemas agrícolas tradicionales que emplean pocos insumos externos. Tampoco quiere decir que la ciencia no pueda dar una mano. Pero habría que pensar en estrategias más diversificadas y amplias que intenten aumentar la productividad de los ecosistemas agrarios tradicionales basándose en estrategias y tecnologías locales. En vez de eso, el CGIAR está llevando a esos sistemas a repetir la Revolución Verde, al encabezar la investigación sobre la aplicación de la ingeniería genética a los cultivos. En Filipinas, por ejemplo, el IRRI está dirigiendo una investigación sobre un nuevo «superarroz» que, según dicen, producirá 15 toneladas por hectárea (25% más que las variedades de alto rendimiento actuales). Según Gurdey Khush, principal mejorador de plantas del IRRI, las nuevas variedades de 15 toneladas no necesitarán más fertilizantes que las otras y producirán su propio herbicida, presumiblemente mediante ingeniería genética. Entre las supervariedades que se están obteniendo en los CIIA figuran la supermandioca, que produce diez veces más que las variedades tradicionales y la supertilapia, un pez que podría criarse bien en los superarrozales. No se ha realizado casi ninguna investigación sobre los efectos ecológicos de esos cultivos, y se ha pasado completamente por alto el hecho de que pueden reforzar las desigualdades sociales y económicas beneficiando a los agricultores más ricos y a las grandes empresas más que a los agricultores más pobres. Sin embargo, la revolución genética está acelerando la tendencia hacia el control de la producción por parte de las transnacionales y los que pagarán las consecuencias serán los agricultores más pobres y el ambiente. En el sector del maíz, por ejemplo, el control de las nuevas variedades modificadas genéticamente ya lo tienen las empresas transnacionales más grandes del mundo, que han estado investigando y patentando activamente nuevas tecnologías, usando a menudo las variedades del CGIAR. Alrededor del 93% de las pruebas efectuadas en los maizales de Estados Unidos estuvieron a cargo de diez de las más importantes empresas transnacionales. El mejoramiento genético realizado por las transnacionales está sacando cada vez más al maíz de su función de alimento, que le es propia, y lo está transformando en una materia prima para la industria. Por ejemplo, el 25% de las solicitudes de patentes para maíz modificado genéticamente, implican técnicas para modificar aspectos cualitativos del maíz y la parte principal de la investigación reside en aumentar su contenido de fécula, que es la base para muchas aplicaciones industriales. Mientras que los agricultores solían trabajar con conjuntos genéticos amplios para mejorar sus sistemas integrados de cultivo, hoy los genes microscópicos se han convertido en materia prima de una creciente industria biotecnológica transnacional de miles de millones de dólares. En este contexto, la situación de los bancos de semillas de los CIIA y el control sobre el CGIAR tienen una importancia decisiva. Pues quienquiera que controle el programa de mejoramiento genético -y el acceso a los recursos genéticos que lo hacen posible- está en condiciones de controlar la dirección futura de la agricultura. Un nuevo programa Se necesita con urgencia dar una nueva orientación al programa de investigación del CGIAR para que apoye los intentos de lograr un desarrollo agrícola verdaderamente sustentable y participativo. Las organizaciones no gubernamentales que vigilan las actividades del CGIAR están pidiendo con insistencia al Grupo que apruebe cinco principios como requisitos mínimos de cualquier Grupo Consultivo sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales renovado. Primero el agricultor El punto de partida de la investigación agrícola internacional debe ser el bienestar de los agricultores. Esto quiere decir devolver la conducción de la investigación a los agricultores a través de un proceso creativo de diálogo y debate y a través de su plena participación en todos los planos del proceso de investigación. En los últimos años, el CGIAR ha tendido a apartarse de los agricultores y elegir a los pobres de la ciudad como el grupo destinatario del fruto de las investigaciones. Si bien no hay duda de que la investigación agrícola debe tener también como resultado la seguridad alimentaria de las ciudades, el único camino seguro para eso es dar poder a los productores de alimentos que viven en el campo. Una visión más amplia Un Grupo Consultivo renovado debe extender el campo de investigación, que se limitaba a los cultivos básicos, y ocuparse de los parámetros más amplios de la seguridad alimentaria y los sistemas de sustento. Debe abordar la agricultura en toda su complejidad más que reducirla a la uniformidad. Debe centrarse en el mejoramiento genético y la productividad de las plantas en el contexto general de la gestión comunitaria de los sistemas de sustento. Diversidad A través de su estructura de dirección y sus actividades cotidianas, un Grupo Consultivo renovado debería dar participación a todas las instituciones e individuos que pueden aportar elementos desde el contexto social, político, ecológico y económico más amplio dentro del cual se lleva a cabo la investigación. Hasta ahora, el CGIAR ha aprovechado solo una fracción del conocimiento y la experiencia disponibles. Se necesita más diversidad, tanto en la estructura de dirección del Grupo en su conjunto como en las actividades de los centros de investigación. Democracia Un grupo consultivo renovado debe empezar dando plena participación al Sur. Esto es una cuestión de derechos humanos -entre ellos de los derechos de los pueblos indígenas y de unos verdaderos derechos de los agricultores- tanto como de eficacia. Esto no supone que el CGIAR tenga que convertirse en una organización de Naciones Unidas ni que tenga que subordinarse a una de ellas, aunque estas posibilidades necesitan sin duda una discusión más completa. El que se mantengan y fortalezcan los procedimientos informales del Grupo Consultivo actual está bien, pero hay que dejar las puertas más abiertas para los gobiernos del Sur, las organizaciones de agricultores y otras ONG. Descentralización La clave para que la investigación agrícola internacional del siglo XXI dé buenos resultados radicará en la capacidad que tengan los agricultores, los investigadores y los sistemas de investigación de colaborar en el plano local, regional, subregional y nacional. El concepto de «centros» no debe ser sagrado. Un Grupo Consultivo renovado debe ser libre de dar apoyo financiero a iniciativas en las que no intervengan los centros o en las que éstos no asuman la responsabilidad principal. Estos principios, si se toman en serio, afectan profundamente tanto a la organización como al programa de investigación del CGIAR. Es muy difícil que la mayoría de las ONG o de las organizaciones populares apoyen un nuevo CGIAR que no acepte e incorpore estos principios.