Apicultura en el Semidesierto de Querétaro, México. Foto: Colectivo Albura
Poco a poco el manto de la noche comienza a levantarse. La aurora clarea las montañas hasta inundar de luz el valle de Tolimán. Nos levanta el alboroto de los primeros pájaros que anuncian el despertar del semidesierto. El piso de la casa aún está frío; los árboles frutales del patio se abren cauce hacia los más viejos que pasan al fondo, hacia los cerros: nativos, silvestres, serpentean la orilla del arroyo. Cerca de los mezquites resuena el zumbido de las abejas, que ávidas y laboriosas, desde los primeros rayos de sol comienzan a pecorear en las primeras flores que abren: es un lleva y trae de polen y néctar. En la cuenca, las hojas apagadas de los mezquites ahora reverdecen iluminando el color opaco del invierno, inicia la primavera, las pequeñas y esponjosas flores asemejan cepillos amarillos: son visitadas una y otra vez por las abejas. Solares repletos de chiquiñá o xhiquiña (dientes de víbora) como les dice la gente del pueblo ñahñö, brotan de la tierra como limpiapipas, en sus puntas, flores anaranjadas contrastan con el amarillo ocre del valle. En otros pueblos lo conocen como ocotillo.
Al caer las primeras lluvias del año los cerros que rodean la casa y el valle se van pintando en tonos rosas pálido. De los ramales secos y chupados por el calor invernal, brotan enfiladas hojitas para esconder las espinas de la flor de uña de gato —o mimosa del semidesierto— que hacen honor a su nombre. Pequeñas flores naranjas, rosas y amarillas son abarrotadas por las abejas que persiguen el exquisito polen, alimento fundamental que las nutre y mantiene en una danza frenesí con el constante flujo de la temporada. Las virtudes de sus vastos y diminutos alimentos se golpetean en sus alas y se dispersan entre las flores: entonces la vida germina. Es el mismo polen que llevan a su colmena, detenido entre sus patas traseras —les dicen corbículas— para almacenarlo o mezclarlo en jaleas con el néctar recolectado por sus buches; con esto alimentan a las que apenas son huevos, larvas o pupas.
El calor que amortigua la tierra y sube entre los matorrales evapora la humedad que guardan las plantas; el recio olor de la gobernadora, el orégano y la prodigiosa invade por momentos al monte. Estas hierbas son sabidas y apreciadas por las curanderas de la región y por quienes aún sanan con plantas, hacen bálsamos y pócimas medicinales para curar a la gente. En el cerro todo tiene sus ciclos y su coherencia: lo que parece no servir de nada nutre si lo sabes disponer, lo que antes considerabas una molestia puede ser una herramienta si la sabes amansar.
En las puntas de los cerros, los agaves, pacientes, esperan a ser polinizados para continuar su ciclo de vida. Con sus fibras los campesinos saben tejer los morrales [las bolsas] donde guardan las semillas que van a sembrar, las resistentes reatas [cuerdas] y mecapales que los apicultores usamos para cargar las cajas donde criamos a las abejas, a quienes movemos entre las sinuosidades de todo el valle en búsqueda de floración que las alimente. El sotol es parecido a un agave: se recolecta para hacer ofrendas en altares y lugares sagrados en tiempos de danzas y rezos, durante los meses de abril y mayo, en los que se pide por agua y se agradecen las cosechas. Esta cactácea también es utilizada para hacer aguardiente.
Los cactus gordos y flacos, rastreros o en pie, casi árboles con viejas pencas a manera de troncos, plantas con afiladas espinas y extensas raíces, aprovisionan agua con gran cuidado. Marañas de matorrales y entramados de arbustos sirven para defenderse y no terminar como comida de vacas y chivas que son llevadas a pastorear; ellas dan quesos, o carne, según se decida. El semidesierto sabe proteger y cuidar su vida: tiene el carácter de la “resistencia”.
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La curiosidad por las abejas nos devela el lugar. Al conocerlas, reconocemos la abundancia que emana del entorno, de los seres, las plantas y la íntima relación que tenemos para trascender el valor “productivo” del oficio. Con ellas, aprendemos a pasar horas bajo el sol con el sofocante traje apicultor, a tener la boca agrietada y el cuerpo envuelto en el ardiente aliento de la tierra, a organizarnos y llevar provisión de agua fresca; la preparamos cada mañana con las naranjas agrias o limones de las huertas del pueblo. Disfruta una el agua mientras recuperamos el aliento a la sombra del extendido follaje de los mezquites. Las abejas beben el jugo de los frutos de órganos y garambullos. Al abrir la colmena, los abdómenes de las abejas son rojos por el dulce extracto.Dicen las compañeras apicultoras que un garambullo asoleado cae mal en la panza y que los colores hablan de la toxicidad de plantas y animales; las formas de cactus y troncos nos indican el agua que guardan. Rincones llenos de vida habitan en el corazón de los magueyes. Cuenta don Rafa, un viejo y obstinado apicultor, que en tiempos de seca la gente del cerro se criaba con aguamiel y pulque. Es así que significamos lo que nos rodea: en las maneras de asirse a la experiencia resguardada por cientos de años y generaciones atrás.
Es importante aprender a escuchar: esta fina habilidad requiere tiempo y conexión con el espacio. Es algo parecido a bailar, ocurre si te sueltas y activas la intuición y las sensaciones. El sonido recorre, se sumerge y enclava en el corazón. Nos implica. Es estar ahí con todo el cuerpo, con todo el ser. A partir de lo que escuchamos, nos movemos. Es una relación con el alrededor, con el lugar y sus seres. El flujo de relaciones —ese entramado que llamamos “territorio”— forma un tejido que guarda los significados de la vida, los cuales comprendemos a profundidad con el tiempo y la labor. Los pueblos otomíes que han habitado este valle mantienen esos saberes en sus modos más primigenios de alimentarse y ser parte de cultivar el ciclo de la vida.
Así vivimos en el semidesierto, con las flores, el agua, la lluvia, sus cactus, insectos, liebres, ardillas, lagartijas y víboras de cascabel. Más allá del prejuicio que impone el dominante paisaje y la idea que reduce a las abejas a simples objetos de producción para la miel, comprendemos cómo son parte del territorio: ellas cuidan la polinización, anuncian el temporal y germinan la tierra. Observando la colmena sabemos qué tanta agua hay en el ambiente, su comportamiento se relaciona con la luna, el patrón de cría nos indica la cantidad de alimentos que hay en el lugar, y si ellas se enferman o pierden vigor, sabemos que también padece el territorio; esto abre caminos de exploración para entender lo que les pasa.
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El calor del día cae, al horizonte se mira el Pinar del Zamorano y las montañas de la sierra que resguardan al valle. Cortinas de encinos cosechan el agua de la niebla que da vida al bosque; nace entre las montañas y desciende hasta llegar al cañón, donde los tules, guardianes del río, custodian al agua que corre. En ese largo camino, sus venas subterráneas llenan los pozos que se ocupan para regar los cultivos. Arriba el maíz se alimenta por esa humedad, la llaman milpa de jugo; abajo los agricultores aguardan por el temporal. Sin lluvia, arriba y abajo no hay cosecha, las plantas no hidratan sus raíces ni las flores hacen el néctar, así, aunque las abejas van y vienen, no llenan sus panales: es por eso que peregrinamos hasta el Pinar, la parte más alta de la región. Entrada la primavera subimos los cerros y ofrendamos en árboles y cuevas, llevamos nuestra cosecha de miel; la gente lleva flores y agradecimientos, pedimos para que caiga el temporal, la salud de nuestra tierra. Entonces nos sentimos parte del territorio, de su latido y organización ancestral.
No sabemos si las abejas duermen, pero cuando el viento fresco vuelve y el sol se guarda entre las montañas, regresan a la colmena; el pecoreo cesa, se mantienen cerca, apiladas, atentas; la luz se ha ido y la oscuridad se posiciona, la mayoría se guardan. Las hemos visto hacer racimos por fuera de la caja; van por debajo de ella, giran y aletean para enfriar la colmena cuando la noche aún es caliente, lo que permite que el aire llegue al interior. La frecuencia en sus zumbidos marca el anochecer.
Habitar el valle y las montañas implica cuidado y reciprocidad. Lo protegemos porque es nuestro cobijo: nuestra madre. Campesinos, abejas y demás insectos y animales, entramamos con el agua y las raíces; las sensaciones de rocas, plantas, espinas. Percibimos y significamos el movimiento de las floraciones, los flujos y rastros de la polinización, compartido en frutos y cosechas. Los guardianes en sus diferentes formas tienen mucho qué mostrar. Comprender éstas relaciones es atestiguar la vocación milenaria del suelo, del lugar y el entorno. Ahí la importancia de su defensa. Un árbol, una planta, una abeja también son comunidades a las que pertenecemos, mantenemos relaciones de vida con ellas y para ellas, somos quienes guardan y comunican los testimonios de lo que fue y lo que está por venir, somos parte de un tejido vivo, del territorio, del valle sagrado Otomí-Chichimeca.
Este texto apareció en Ojarasca 293, septiembre de 2021