Ilustración: Andrea Medina
Había una vez un joven campesino llamado Jack que ayudaba a su madre a cultivar un pedacito de tierra. Como muchos campesinos, habían pasado por tiempos difíciles y eventualmente la madre de Jack le sugirió que vendiera su vaca premiada y que, con lo que le dieran, comprara nuevas semillas y animales.
Jack vendió a muy buen precio la vaca, pero en seguida fue abordado por un vendedor corporativo que lo deslumbró con promesas de agricultura de precisión, a la que también llaman agricultura digital. El vendedor le dijo a Jack que si compartía información en tiempo real sobre su finca, recibiría todo tipo de buenos consejos sobre cultivos y agricultura, elaborados especialmente para él. Convenció a Jack de que desembolsara el dinero de la venta de la vaca para suscribirse a una plataforma mágica de agricultura digital.
Jack llegó a casa y le mostró entusiasmado a su madre la nueva aplicación en su tableta: ella se puso lívida. “¿Aplicaciones mágicas? ¡No se puede comer apps ni cultivar un campo de software! Los datos masivos no llenan un estómago hambriento. ¡Eso no es soberanía alimentaria!”. Aventó la tableta a un rincón de la habitación y salió enojada.
Jack recogió su tableta malhumorado, abrió la nueva aplicación de agricultura digital que había pagado y se pasó la tarde sincronizando datos de su vieja computadora portátil y del tractor John Deere que habían rentado. Le demostraría a su madre que era una buena idea, que ella estaba fuera de época, que los datos y la inteligencia artificial eran la nueva magia.
Cuando logró subir todo a la red, apagó sus aparatos electrónicos y se fue a dormir.
Al día siguiente Jack encendió su tableta mientras tomaba café observando el amanecer por la ventana de la cocina. Entonces vio algo increíble: había una imponente enredadera de datos en su parcela, que descendía de una lejana nube de datos en el cielo. Era verde y brillante. Prometía todo tipo de información agronómica para mejorar sus cultivos e incluso reducir su huella de carbono. Jack creyó ver a lo lejos hojas y semillas de oro, y otras brillantes promesas que salían de los troncos de la enredadera de datos.
“¡Guau!”, exclamó Jack mientras veía las raíces de la enredadera extenderse sobre la tierra, absorbiendo información de plagas, plantas y humedad, estadísticas de producción, precios en tiempo real de germinados y más. “Me pregunto a dónde va eso. Si pudiera seguir la enredadera hasta la nube, tal vez podría recoger algunas hojas de oro y salvaríamos la finca…”. Sabía que su mamá lo detendría, y como no quería enfrentarla siguió sus instintos: subió por la enredadera de datos para ver de cerca qué era lo que crecía.
A medida que se alejaba del suelo y de la realidad de su finca, pudo ver que su enredadera era parte de una enorme red de enredaderas de datos que procedían de unas cuantas nubes gigantes, inundando de raíces todo el territorio. “Mmm”, pensó Jack, “esto parece más bien un gran sistema de extracción. ¡Qué raro…!”
Finalmente, Jack logró subir hasta la nube de datos y vio que había una enorme fortaleza corporativa en la que vivía un codicioso gigante rodeado de montones de dinero, cabilderos y abogados.
El Gigante de los Datos, (que tenía un aire a Jeff Bezos), supervisaba los crecientes bancos de servidores de datos que ejecutaban algoritmos de inteligencia artificial. Jack vio que los bancos de datos y los servidores de inteligencia artificial estaban todos conectados a las enredaderas como la que acababa de trepar. “Este debe ser el lugar donde se hace la magia”, pensó Jack.
El Gigante de los Datos vociferaba dando órdenes cuando de pronto se detuvo, olfateó el aire y rugió: “¡Fai fo fumino! Me llega un olor a campesino… ¡Esté vivo o esté muerto, usaré sus conocimientos para entrenar mis redes neuronales!”. Y se soltó a reír a carcajadas.
Jack no sabía muy bien lo que era una red neuronal, pero sabía que no le gustaba lo que este gigante tramaba y se escondió tras un carrito de supermercado orgánico mientras veía qué pasaba después.
“¡Alexa!”, rugió el Gigante de los Datos. Un pequeño altavoz blanco tembló y dijo: “Sí, ¿cómo puedo ayudarle hoy?”.
“Muéstrame mis bolsas de oro”.
Alexa proyectó en una pantalla virtual algunas tablas y gráficas: “El precio de sus acciones se encuentra en máximos históricos y su capitalización bursátil es ahora de casi 2 billones de dólares”.
“Caray”, susurró Jack, “si los campesinos tuviéramos una pequeña parte de eso, dejaríamos de sufrir y eliminaríamos el hambre de todos”.
“Excelente”, rugió el Gigante de los Datos. “Alexa, ahora muéstrame el Arpa de Vigilancia de Datos que canta sobre todo lo que ocurre en todas partes”.
“Aquí está”, tembló el pequeño altavoz y proyectó en otra pantalla mapas y modelos, gráficos de estadísticas y representaciones de tendencias.
Luego inició el Arpa de Vigilancia de Datos que enseguida comenzó a cantar una compleja descripción armónica sobre tendencias de consumo, patrones climáticos, agrupaciones desagregadas de consumidores, flujos logísticos y cuellos de botella, cosechas, brotes epidémicos…
Esto le recordó a Jack las promesas que le había hecho el vendedor corporativo sobre la aplicación de agricultura digital —que tendría una “visión de campo” de su finca… Pero ahora se daba cuenta de que era el Gigante de los Datos el que realmente tenía la visión de campo de todas las fincas e incluso de todo el sistema alimentario. Usaba para su beneficio todos los datos que él mismo había introducido diligentemente en su tableta la noche anterior. Era un enorme sistema de vigilancia sobre la producción de alimentos de todos lados. “Uf, me engañaron…”, murmuró Jack con disgusto.
El Gigante de los Datos sonreía felizmente al canto del Arpa de Vigilancia haciendo caso omiso de la presencia de Jack, mientras enviaba mensajes a sus agentes para que compraran tierras estratégicamente situadas y empresas comercializadoras.
“¡Alexa!”, gritó de nuevo, “Ahora tráeme la Gallina de la Crisis que pone los huevos de oro”.
“¿La qué?”, pensó Jack, y de inmediato vio entrar en la habitación lo que parecía un improbable intento de ave, una ciber-gallina, mitad robot y mitad ingeniería genética, que cacareaba alarmada.
“¡Vamos, haz tu trabajo!”, ordenó el gigante a la Gallina de la Crisis.
La ciber-gallina se posó un momento, aleteó, sacudió su cola y puso un huevo de oro con las palabras “pandemia global” grabadas en él.
El gigante de los datos lo agarró y lo examinó. “Oh sí”, murmuró el gigante, “¡más almacenes en línea, más sistemas de alimentación sin contacto, por la sana distancia, más automatización del sistema alimentario para evitar las pérdidas por trabajadores enfermos! ¡Brillante! Deben ser unos…”, farfulló pesando el huevo codiciosamente, “…cientos de miles de millones de dólares más para mi capitalización…”. Diciendo esto, el Gigante de los Datos salió de la habitación para depositar el huevo dorado en una cripto-bóveda de banco.
Mientras tanto, la alarmada Gallina de la Crisis se acercó a donde se escondía Jack y empezó a picotear su escondite. “¡Psst, vete de aquí!”, susurró Jack intentando no ser descubierto, pero la Gallina de la Crisis entendió de otro modo la orden y con un cacareo triunfante puso otro huevo de oro con las palabras “cambio climático” grabadas en él.
Mirando el huevo de cerca, Jack se dio cuenta de que había otros textos con letras pequeñas: “secuestro de carbono a través de la agricultura digital”, “nuevos mercados de proteínas alternativas”, “tecnologías de modificación del clima y el ambiente”…
“Esto es un desastre” suspiró Jack justo cuando el Gigante de los Datos se acercaba a su escondite buscando a la Gallina de la Crisis.
“¡Fai fo fumino! —gritó el Gigante de los Datos— ¿Qué hace aquí el campesino?”.
Jack salió corriendo directamente hacia la enredadera de datos y se deslizó por ella más rápido de lo que se puede descargar un tiktok con 5G.
Cuando cayó en el suelo de su parcela, allí estaba su madre con el ceño fruncido: “¿Quién dejó crecer esta nociva maleza corporativa en nuestros campos?”
“Lo siento, mamá, todo esto fue una mala idea, hay un gigante absorbiendo nuestra información, toda la información de todos, para apoderarse de todo el sistema alimentario”.
Su madre, que sabía un par de cosas sobre alimentación y agricultura, no se sorprendió: “escucha, hijo; es la misma vieja historia. Cada tantos años, algún vendedor corporativo llega a la finca pregonando una nueva tecnología brillante y cara que nos va a salvar. Pero siempre es un truco más para que entreguemos nuestro poder, nuestras semillas y conocimientos a la agroindustria. ¡Nos arriesgamos a perder nuestra independencia. Nuestros saberes para la subsistencia podrían desaparecer en un par de generaciones. Lo he visto antes, con fertilizantes y pesticidas, y con cultivos transgénicos… ¿Y ahora esto? ¡agricultura digital! ¡Bah!”
Le pasó un machete a Jack, que con un golpe desconectó la enredadera de datos. “No se alimenta a la gente con datos, eso no es soberanía alimentaria. Volvamos a un sistema alimentario real, y a ver si recuperamos la vaca”, dijo su madre.
“Pero mamá, tenemos un problema mucho más grande”. Jack señaló las demás enredaderas de datos saliendo de otras parcelas, de los coches en la autopista, de los teléfonos de los peatones, de las fábricas, hospitales, escuelas —todas subiendo a las mismas pocas nubes de datos allá arriba.
Los ojos de la madre de Jack crecían mientras trataba de dimensionarlo todo. “Tienes razón, muchacho. Esto es más grande que la finca… más grande que el sistema alimentario… Esto es un asalto horrendo”.
Se arremangó y miró a Jack a los ojos: “Hijo, será mejor que reunamos a los vecinos de aquí y de allá y les digas lo que viste. Tenemos que organizarnos”.
Y aquí comienza la historia…