En este mosaico de historias, surge el relato de situaciones donde las comunidades estaban intentando resolver problemas y emprender proyectos para mejorar sus modos de vida, y el Estado lo impidió mediante reglas de operación que son, por decir lo menos, deshabilitadoras de los esfuerzos individuales y colectivos.
Llevan más de diez años administrando su banquito comunitario. Algún proyecto de desarrollo les entregó un fondo no reembolsable que ellas decidieron continuar. Ellas se pusieron las reglas y las aprobaron en asamblea. Como es difícil aportar voluntariamente dinero (ese bien escaso en las comunidades), acordaron ponerse un interés más alto —así el fondo se incrementaría. Llevan más de una década autogenerando micro-inversiones familiares: cuyes, borregos, gallinas, chanchos, frutales, chancheras, cuyeras, gallineros, lo que hiciera falta para que sus crianzas y producciones les generaran ingresos. Nadie más haría algo así por ellas, no son sujetos de crédito, no tienen títulos de propiedad, muchas ni saben leer. Cada mes en asamblea se producían los pagos y para entonces, ya estaban en lista de espera las nuevas beneficiarias. El dinero servía para lo que tenía que servir, circulaba, no cabía depósito en instituciones financieras, pues rotaba. Bastaba que la directiva administrara y alguna compañera que supiera llevar las cuentas. Así llegaron a juntar 20 mil dólares que se movían sin parar, permitiendo que las mujeres hicieran mejoras, resolvieran situaciones críticas como gastos funerarios o escolares. Como este banco, cientos se conformaron a lo largo de las comunas andinas, todos regentados por organizaciones de mujeres. Un día, el Ministerio de Inclusión Económica y Social, lanzó un concurso en el que se premiaría al grupo de mujeres por el mejor banquito comunitario. Este grupo se presentó y ganó. Como premio recibieron 3 mil dólares para incrementar al fondo. Hubo fotos, abrazos con la ministra, palabras de agradecimiento. Poco más de un mes más tarde, un equipo de auditores se presentó en la casa comunal pidiendo cuentas al grupo, informándoles que la ley les obliga a tener un/a contador/a registrado y formalmente contratado (es decir con afiliación al Seguro Social); que todos los bancos comunitarios deben registrarse ante el Estado y aquellos, como el suyo, cuyo monto es más alto deben presentar balances anuales y contar con el respaldo de una entidad financiera formal; es más, no pueden cobrar ese interés pues serán acusadas del delito de usura. Si no hacen lo que está en la ley incurren en delito. El premio resultó muy caro.
María es una empleada privada de clase media, sus ingresos familiares la colocan en el grupo que cumple la base imponible del Impuesto a la Renta. Para beneficiarse de las exenciones por el rubro de alimentación, debe acopiar facturas de comida. Desde entonces ya no compra más en el mercado, ni a la casera, ni en la tienda. Facturas sólo tienen las cadenas de supermercados.
Es más, para la ley no hay productores diversificados, para cada rubro de producción debe conformarse una organización. De este modo, un regante que produce frutillas y tomates de árbol y requiere crédito para hacerlo, debe ser socio de cuatro organizaciones. Por si fuera poco, la ley le prohíbe comercializar (como lo han hecho sus padres y él hasta ahora) en canastas de carrizo, debe empacarlas en bandejas de polietileno y láminas plásticas, lo contrario es ilegal. El coste adicional no se incluye en el precio final.
Según la Ley, las semillas son patrimonio de las comunidades campesinas, pero la información genética es patrimonio del Estado. El Estado asume la tutela sobre las semillas y los saberes comunitarios que amorosamente los gestaron.
Todas estas historias nos hablan de estrategias de deshabilitación. El capitalismo, sus corporaciones y cadenas de supermercados no han sido capaces por sí solas de implementar un sistema de eficacia semejante a los del campesinado, de modo que su opción mercantil radica en torcer las reglas para impedir procesos autónomos de producción de alimento propio y para la humanidad como hasta ahora lo hacen. Las corporaciones necesitan del saber indígena y campesino, pero sujeto y condicionado.
El Estado, coludido con las corporaciones privadas, ha desarrollado un acabadísimo sistema técnocrático-jurídico, para desarticular lo comunitario. El Estado se hace cargo de imponer un mercado por toda la capilaridad de la sociedad. Que no quede un rincón no capitalista, ni una sola comunidad en pie. Las organizaciones propusieron Buen Vivir pero los políticos decidieron Buen Consumir.
Tal vez por eso, ahora que el bienestar de obsolescencia programada se termina, hay un retorno muy fuerte de las golpeadas organizaciones nacionales, hacia sus comunidades.