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Editorial

by Biodiversidad | 3 Aug 2011

La foto de la portada nos muestra la entrada a una finca agroecológica. Este tipo de fincas van aumentando conforme la gente que cultiva la tierra para comer (o para vender sus productos y así poder comer), va dándose cuenta del enorme engaño que significó la Revolución Verde y sus paquetes de tecnología ajena e inútil, unos paquetes que iban acompañados de la arrogancia del experto: “lo que ustedes han hecho durante siglos no sirve, tienen que hacer lo que les decimos nosotros, porque fuimos a la universidad”.

Lo más tremendo de este ejemplo, que ocurrió y ocurre en todo el mundo, es que los llamados expertos, en realidad bien a bien no saben qué significado tiene la tecnología que recomiendan, porque a su vez fueron adoctrinados y enseñados así, porque obedecen normas establecidas por las dependencias, en los programas y proyectos, porque los lineamientos generales del país así lo especifican a partir de estándares internacionales que fueron definidos y decididos en otros lugares, en otros tiempos, que no son los de los campesinos, ni son de ningún modo los tiempos de la ancestral y profunda agricultura, sino los tiempos del libre comercio, de la homologación, de la certificación, de la industrialización de quehaceres y conceptos —los tiempos y los espacios de la sumisión.

Y así va el mundo, obedeciendo a quién sabe quién, por qué sabe qué criterio, ideología, componenda o tendencia general que en el fondo sirve muy bien a las corporaciones que quisieran barrer con toda la agricultura independiente, con todo el pensamiento independiente.

 

La finca que muestra la portada está en Chiapas, lugar famoso en México porque ahí, entreverada en pueblos, comunidades, cañadas, selva y montaña, vive una resistencia expresada de muchas maneras, incluido el repensar su trabajo de cultivadores, de cuidadores de semillas, suelos, agua: su cuidado en la limpieza de los alimentos que producen para sí mismos y para otros. Mucha gente en esas comunidades (e igual ocurre en otros lugares de nuestra América como Guatemala, Costa Rica, Ecuador, Colombia, Perú, Bolivia, Venezuela, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil) está consciente de que hay muchos modos de tener alimentos sanos (sin plaguicidas ni fertilizantes químicos, con semillas nativas) que no están certificados por la institución internacional de la agricultura orgánica, mediante una agricultura campesina tradicional y moderna, limpia, cuidadosa, independiente.

Como muchas buenas fotos, la foto que está en nuestra portada (tomada por nuestro asiduo colaborador, Jerónimo Palomares), puede leerse de otras maneras. Una de ellas es ver la puerta de la finca como un umbral abierto que tenemos que trasponer para acceder a un futuro mejor que está ahí, al alcance, simbolizado por un niño, como tantos, y por eso único: un futuro de justicia, dignidad, y viabilidad de la vida de todas y todos en el mundo. Un futuro de viabilidad para el planeta.

Esa puerta es nuestra, ese futuro puede ser el nuestro, aunque todo nos diga que no, aunque abiertamente haya fuerzas que nos nieguen el acceso, que quieren que entremos a otro futuro, innoble, incierto, y que entremos formados de dos en fondo, despojados pero contentos, porque según las corporaciones y sus defensores hay leyes que nos protegerán despojándonos de la variabilidad, de la diversidad, de la probabilidad. Despojándonos de la infinita transformación de la vida.

Así es el futuro que creen que nos van a imponer robándonos las semillas. Para eso están las patentes, los certificados de obtentor, los registros, los catálogos, las definiciones mentirosas de algo indefinible porque su transformación continua lo impide. Para eso también está toda la argumentación de proteger (siempre en el fondo se invoca la protección como chantaje último e “intachable”) las variedades, su material genético, mediante reservas o colecciones ex situ, es decir fuera de donde se ocupan, fuera de donde sirven, fuera del flujo que las produjo y las refuerza, fuera del flujo del que son parte fundamental porque sin estas semillas, sin estos cultivos, ese todo ya no es el mismo.

Se trata entonces de quién tiene acceso a estos materiales, y a fin de cuentas, de quién tiene el control de las semillas.

Esta avidez de control es finalmente algo generalizado: no nos cansaremos de decir que su fin último es erradicar la producción independiente de alimentos.

Para eso hay que privatizar todos los pasos de la cadena alimentaria como sea posible, empezando por las semillas, mediante leyes, normas, estándares de calidad, lo que está llevando al absurdo de proponer por todas partes nuevas “leyes de protección del maíz”: leyes que dicen poner obstáculos a la siembra de maíces transgénicos (es decir a la contaminación transgénica de los cultivos ancestrales); “obstáculos” que implican el escrutinio de todo el universo de la biodiversidad, en este caso del maíz. Así, tales leyes imponen la catalogación de las semillas, su homologación, la reducción de su universo a lo registrado y certificado. Esto lleva a que le pongan cuotas (por no decirle precios) a su utilización, que se impongan candados técnicos a su utilización (por ejemplo la tecnología terminator recién revivida).

Lo peor es que en el fondo todos estos controles suponen una criminalización del acto mismo de poseer, guardar, custodiar, intercambiar, y por supuesto sembrar las semillas libres que durante milenios nos han cuidado y nos han servido de talismanes para nuestro futuro.

 

Pensándolo bien, ese niño de la foto es también un símbolo de lo que son las semillas: un concentrado de futuro, un concentrado del sentido que ese futuro puede contener y hacer florecer si nos organizamos para defender nuestra existencia y la vida que nos dio y dará más vida. Bien mirado, ese niño, pese a su corta edad, no está disperso, está enfocado y labora e investiga en su entorno. Si esto es cierto, la foto nos dice que debemos insistir en lo que pensamos es correcto. Debemos insistir en nuestro cuidado de milenios. Insistir en que, para defender el maíz, el trigo, el arroz, todas las semillas y cultivos nativos en su integridad —y no sólo contra la contaminación genética— “hay que restaurar activamente los sistemas, procesos y dinámicas que crearon y mantuvieron en su diversidad a muchísimos cultivos y semillas durante siglos, junto con los saberes que unas personas y otras, unos colectivos y otros, fueron intercambiando con cariño y respeto mutuo. Ninguno de esos procesos es posible sin la permanencia de los pueblos indígenas y campesinos que los pusieron en marcha”, como dijera un documento de GRAIN de 2003.

Si esto es así, debemos ponerle fin al acaparamiento de tierras a nivel local, nacional y mundial. Debemos defender nuestros territorios como quizá la más crucial tarea que nos debemos, porque sin un territorio propio, el cuidado de los saberes y de los cultivos es imposible. Debemos defender el sustrato de vida que implica la misma idea del territorio, que no sólo es la tierra sino los saberes que lo hacen posible. Si las semillas son las llaves del futuro, los territorios propios son la cerradura misma que tales semillas necesitan abrir.

 

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Author: Biodiversidad