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Distracciones

by Juan Gelman | 24 Jul 2008

Juan Gelman

Se dijo de todo para explicar la crisis alimentaria que amenaza con elevar ya a casi mil millones el número de quienes se mueren de hambre en el planeta. Sucedió en la reunión de la fao en Roma, y en la que 193 naciones del mundo lanzaron gritos de alarma ante lo que se viene. En realidad ya vino, pero hace más de veinte años que los gestores del mundo globalizado globalizan sistemáticamente el hambre y al parecer se distrajeron. En las reuniones de los países más industrializados, los del grupo G8, el tema del hambre apenas merecía una mención trivial. Hoy causa un repentino nerviosismo y Ban KiMoon, secretario general de la ONU, fue claro: “No podemos fracasar [en resolver el problema]. Es una lucha que no podemos perder; el hambre crea inestabilidad y tenemos que reaccionar unidos e inmediatamente”. No hay compasión, hay miedo.

En 2007, el precio del arroz, los frijoles y la fruta subió 45% en el mercado interno de Haití y a fines de marzo pasado se elevó la espiral. El 3 de abril, en la ciudad portuaria de Les Cayes, más de tres mil manifestantes levantaron barricadas en las calles, bloquearon a los camiones que transportaban arroz, distribuyeron el producto y trataron luego de incendiar una instalación de las fuerzas de paz de la ONU a cargo de tropas uruguayas que abrieron fuego contra la multitud. Resultado: cuatro muertos y veinte heridos. Las protestas se extendieron a la capital, PortauPrince, donde miles de personas marcharon hacia el palacio presidencial al grito de “¡Tenemos hambre!”, exigieron la retirada de las fuerzas de la ONU y el regreso del presidente Jean Bertrand Aristide, que un golpe de Estado marca usa derrocó en 2004. El primer ministro Jacques Edouard Alexis aclaró las cosas: era una manifestación infiltrada por narcos y otros contrabandistas. El precio del arroz no estuvo allí.

Hubo de lo mismo en más de veinte países del llamado Tercer Mundo. A fines de 2007, la policía de Dakar no vaciló en apalear y gasear a miles de senegaleses que reclamaban comida. En febrero de 2008, los sindicatos y pequeños comerciantes de Burkina Faso realizaron una huelga de dos días exigiendo la rebaja del precio del arroz y otros alimentos, que habían aumentado del 10 al 65%. Más de cien detenidos, claro. En Bangladesh, unos 20 mil obreros textiles de Fatullah, localidad cercana a Dhaka, la capital, fueron a la huelga por mayores salarios: la bolsa de dos kilos de arroz equivale a medio día de salario. Por la misma demanda fueron reprimidos los trabajadores del complejo textil de Mahalla, en el delta del Nilo: el gobierno egipcio envió miles de tropas para impedir la huelga, hubo dos muertos y alrededor de 600 detenidos. La lista sigue. En Costa de Marfil, Paquistán, Tailandia, Camboya, Etiopía, Níger, Perú, Honduras, Zambia y otros se presenciaron —y reprimieron— movimientos semejantes. El fmi, que tanto contribuye a esta grave crisis imponiendo “reformas estructurales” a los países pobres, parece algo asustado: su director ejecutivo, Dominique StraussKahn, advirtió a los gobiernos que “verán la destrucción de todo lo que hicieron y también de su legitimidad ante la población. No se trata sólo una cuestión humanitaria —agregó sin reparo alguno—, tampoco sólo de una cuestión económica, es además una cuestión de democracia”, es decir, de mantener el sistema que hambrea. Según Elías Antonio Saca, presidente de El Salvador, país que también sufre lo suyo: “Es una tormenta escandalosa que se puede convertir en huracán y trastornar nuestras economías y también la estabilidad de nuestros países”. Estabilidad, palabra santa.

Hay 2600 millones de personas en el mundo que ganan menos de dos dólares por día y alimentarse les comería, según el país, hasta el 80% de sus ingresos. De manera que no comen o comen de manera insuficiente, su rebeldía es concreta como una piedra y los enormes intereses que manejan el precio de los cereales conocen el temor: “La idea de que las masas hambrientas, llevadas por su desesperación, tomaran las calles para derribar al ancien régime parecía definitivamente exótica dado que el capitalismo triunfó de manera terminante en la Guerra Fría”, señala el conocido periodista Tony Karon en “Cómo el hambre puede derrocar regímenes”. Y agrega: “Sin embargo, los titulares del mes pasado sugieren que el abrupto aumento del precio de los comestibles amenaza la estabilidad de un número creciente de gobiernos en todo el mundo... cuando las circunstancias tornan imposible alimentar a los hijos, ciudadanos normalmente pasivos pueden convertirse rápidamente en militantes que no tienen nada que perder”. En efecto, el hambre es una forma aguda de terrorismo.


Versión completa en http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/1310564420080608.html

 

El principal problema ambiental que padecemos es el capitalismo

El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, Ban Ki Moon, insiste en dar palos de ciego llamando al mundo a “aumentar un 50% la producción de alimentos hacia 2030 para paliar la crisis alimentaria mundial”. Sus palos no son de ciego sino de tuerto, porque siempre van para el mismo lado. El Banco Mundial advirtió que [además de los 850 millones de personas que viven con hambre, de las cuales más de la mitad son niñas y niños] otros 100 millones de seres humanos corren riesgo inminente de sumarse a las huestes de famélicos.

Ban Ki Moon sabe —debería saber— que el hambre en el mundo no es causado por la escasez. Nadie ve aglomeraciones o largas filas en las puertas de los supermercados, de los almacenes minoristas de los barrios o a la entrada de las ferias vecinales, allí donde se venden los alimentos. Las aglomeraciones de los empobrecidos están en los cinturones de las ciudades y los pueblos, donde lo único que se puede acumular son hijos y sueños castrados. Las largas filas están, sí, en las puertas de las fábricas, de los comercios, de las plantas industriales y agroindustriales, donde existe una expectativa de empleo aunque sea efímero, aunque sea semiesclavo, aunque sea inhumano.

Ban Ki Moon asume los intereses de los sectores más opulentos del planeta, y usando un tono que podría ser asimilado por los incautos a una protesta, reclama más de lo mismo, mucho más.

La naturaleza del capitalismo produce este tipo de cinismos, más aún, no podría existir sin ellos. La historia está repleta de ejemplos: en 1621, más de cien años antes de la Revolución Industrial, los nativos wampanoag salvaron de la muerte por inanición a los primeros colonos ingleses desembarcados del Mayflower en las costas de Massachusetts, compartieron con ellos sus reservas de alimentos para el invierno, les enseñaron a cazar pavo silvestre y los dotaron de semillas nativas.

Apenas cincuenta años después sólo quedaban vivos 400 wampanoag, exterminados por las sucesivas olas de inmigrantes provenientes de los mismos países europeos que hoy criminalizan a los refugiados del hambre transformados en inmigrantes clandestinos, sombras humanas de los arrabales de Londres, Madrid, Roma, París o Berlín.

Ban Ki Moon hace propuestas, pero envenenadas, y exige “el aumento de la asistencia a través de la ayuda en comida, vales o dinero”. Nadie ha olvidado que en 2002, cuando en varios países del sur de África se producía una escasez severa de alimentos, los mismos hambrientos rechazaron la “ayuda” alimentaria que consistía, nada más y nada menos, que en los excedentes de maíz transgénico que el gobierno de Estados Unidos compra a precio de oro a sus granjeros subvencionados.

Los Ban Ki Moon del mundo, y sus mandantes, quieren convencernos de que los alimentos no alcanzan porque los que antes no comían ahora empiezan a hacerlo —como China e India—, pero también nos dicen que habrá cada vez más famélicos. El mensaje implícito es que los pobres les quitan la comida a los más pobres.

Empachados de poder y frivolidad, de consumo innecesario y vanidad, de lujo y despilfarro, de egoísmo e insignificancia Europa prodiga más de mil millones de dólares diarios en subsidios agrícolas y en 2005 Estados Unidos gastó más de 500 mil millones de dólares sólo en armamentos, un rubro en el cual ese año el planeta decidió despilfarrar más de un billón (esto es, un millón de millones) de dólares.

Carlos Amorín


Ver el texto íntegro en http://www.biodiversidadla.org/content/view/full/41657  

 

Author: Juan Gelman
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