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Los refugiados del conservacionismo

by Mark Dowie | 28 Oct 2006

Cuando la conservación implica desterrar a la gente

Mark Dowie (*)

No es ningún secreto que millones de pueblos indígenas de todo el mundo han sido expulsados de sus tierras para dar lugar a las grandes extracciones de petróleo y minerales, las grandes explotaciones madereras y las grandes extensiones agroindustriales. Pero pocos se dan cuenta que algo similar ha estado ocurriendo por una causa mucho más noble: la conservación de tierras y de la vida silvestre. No son sólo las empresas las que tienen mala fama entre las comunidades indígenas, sino también, y cada vez más, algunas organizaciones no gubernamentales internacionales.

La mayoría de las mañanas, una niebla a ras del suelo envuelve los valles profundos y remotos del sudoeste de Uganda, mientras las aves que se encuentran solamente en esta pequeña esquina del continente elevan sus cantos en coro y los grandes simios beben el agua de claros arroyos. Los días en el denso bosque de montaña son calmos y brumosos. Las noches son una exaltación de insectos y de aullidos de primates. Durante miles de años el pueblo Batwa creció en este escenario de sonidos, en una armonía tan estrecha con el bosque que los biólogos de principios del siglo XX que estudiaron la flora y la fauna de la región apenas si notaron su existencia. Como señaló un naturalista, eran “parte de la fauna”.

En la década de 1930, los conservacionistas internacionales convencieron a los dirigentes de Uganda de que esta zona estaba amenazada por intereses madereros, mineros y otras actividades extractivas. En respuesta a eso se crearon tres reservas de bosques: Mgahinga, Echuya y Bwindi, todas ellas superpuestas con el territorio ancestral de los Batwa. Durante sesenta años esas reservas existieron tan solo en el papel, pero eso mantuvo alejados a los extractivistas. Y los Batwa se quedaron, viviendo tal como lo habían hecho durante varias generaciones, en reciprocidad con la biota diversa que atrajo por primera vez a los conservacionistas a la región.

Pero cuando las reservas fueron designadas formalmente como parques nacionales en 1991 y para administrarlas se creó una burocracia financiada por el FMAM (Fondo para el Medio Ambiente Mundial, o GEF por su sigla en inglés), del Banco Mundial, circuló el rumor de que los Batwa estaban cazando y comiendo gorilas de espalda plateada. Por ese entonces, este tipo de gorila era reconocido ampliamente como una especie amenazada y también, cada vez más, era objeto de atracción para los ecoturistas de Europa y Estados Unidos. Los Batwa reconocieron que los gorilas estaban siendo perturbados e incluso cazados, pero por los Bahutu, los Batutsi, los Bantu y otras tribus que invadieron el bosque desde aldeas externas. Los Batwa, que sentían una fuerte afinidad con los grandes simios, negaron categóricamente haberlos matado. A pesar de ello, y debido a la presión ejercida por los conservacionistas tradicionales de Occidente, que estaban convencidos de que la vida silvestre y las comunidades humanas eran incompatibles, los Batwa fueron expulsados a la fuerza de su territorio.

Esos bosques son tan densos que cuando salieron por primera vez de ellos, los Batwa perdieron la perspectiva. Algunos incluso se daban de bruces con los vehículos en
movimiento. Ahora están viviendo en lastimosos campos de ocupantes precarios en el perímetro de los parques, sin agua corriente o saneamiento. En una generación más, su cultura del bosque cantos, rituales, tradiciones, historias- se perderá. No es ningún secreto que millones de pueblos indígenas de todo el mundo han sido expulsados de sus tierras para dar lugar a las grandes extracciones de petróleo y minerales, las grandes explotaciones madereras y las grandes extensiones agroindustriales. Pero pocos se dan cuenta que lo mismo ha estado ocurriendo por una causa mucho más noble: la conservación de tierras y de la vida silvestre. Actualmente, en la lista de las instituciones destructoras de la cultura, denunciadas por líderes tribales de casi todos los continentes, figuran no solamente Shell, Texaco, Freeport y Bechtel, sino también, increíblemente, nombres como Conservation International (CI), The Nature Conservancy (TNC), World Wildlife Fund (WWF) y la Sociedad para la Conservación de la Naturaleza (Wildlife Conservation Society, WCS). Hasta la Unión Mundial para la Naturaleza (UICN), más sensible a los aspectos culturales, podría obtener una mención.

A principios de 2004 se convocó a una reunión de las Naciones Unidas en Nueva York.

Era el noveno año consecutivo en que se impulsaba la aprobación de una resolución para la protección de los derechos territoriales y humanos de los pueblos indígenas. La declaración preliminar de la ONU establece: “Los pueblos indígenas no serán desplazados por la fuerza de sus tierras o territorios. No se procederá a ningún traslado sin el consentimiento expresado libremente y con pleno conocimiento de los pueblos indígenas interesados y previo acuerdo sobre una indemnización justa y equitativa y, siempre que sea posible, con la posibilidad de regreso”. Durante la reunión, una delegada indígena que no se identificó, se puso de pie para declarar que mientras las industrias extractivas seguían constituyendo una amenaza grave para su bienestar y su integridad cultural, su enemigo nuevo y mayor era la “conservación”.

En esa misma primavera, poco después, en una reunión del Foro Internacional de Mapeamiento Indígena realizada en Vancouver, British Columbia, los doscientos delegados firmaron una declaración que establecía que “las actividades de las organizaciones de conservación representan actualmente la mayor amenaza individual a la integridad de las tierras indígenas. Esas estocadas elocuentes conmocionaron a la comunidad conservacionista internacional, al igual que un torrente de artículos y estudios críticos subsiguientes, dos de ellos conducidos por la Fundación Ford, que reclamaban a los grandes grupos conservacionistas que se hicieran cargo de su histórico maltrato a los pueblos indígenas.

“Somos enemigos del conservacionismo”, declaró el líder Maasai Martin Saning’o, de pie ante una sesión del Congreso Mundial de Conservación, en noviembre de 2004, auspiciado por la UICN en Bangkok, Tailandia. El Maasai nómade, quien en los últimos treinta años perdió la mayor parte de sus áreas de pastura por proyectos de conservación aplicados a los largo de la zona oriental de África, nunca se había sentido de esa manera. Es más, Saning’o recordó a su audiencia que “... fuimos los conservacionistas originales”. La sala guardó silencio mientras él explicaba con calma cómo los criadores de ganado nómades y sedentarios han protegido tradicionalmente sus zonas de pastoreo: “Nuestras formas de cultivo polinizaron diversas especies de semillas y mantuvieron corredores entre los eco- sistemas”. Luego trató de entender la extraña versión de conservación de la tierra que ha empobrecido a los integrantes de su pueblo, más de cien mil de los cuales han sido desterrados del sur de Kenia y de las Planicies del Serengeti de Tanzania. Al igual que los Batwa, los Maasai no han sido indemnizados con justicia. Su cultura se está disolviendo y viven en la pobreza.

“No queremos ser como ustedes”, dijo Saning’o a toda una sala de conmocionados rostros blancos. “Queremos que ustedes sean como nosotros. Estamos aquí para cambiar su manera de pensar. Ustedes no pueden lograr la conservación sin nosotros”. Aunque tal vez no se haya dado cuenta, Saning’o estaba hablando a un creciente movimiento mundial de pueblos indígenas que se ven a sí mismos como refugiados del conservacionismo. A diferencia de los refugiados ecológicos -aquéllos obligados a abandonar sus tierras como consecuencia del calor insportable, la sequía, la desertificación, las inundaciones, las enfermedades y otras consecuencias del caos climático-, los refugiados del conservacionismo son expulsados de sus tierras en contra de su voluntad, ya sea por la fuerza o a través de una variedad de medidas menos coercitivas. Los métodos más suaves, más benignos, son llamados a veces “expulsión suave” o “reasentamiento voluntario”, si bien esto último es discutible. Ya se trate de una reubicación suave o agresiva, la reclamación principal que se escucha en las aldeas improvisadas que bordean los parques y en las reuniones como el Congreso Mundial de la Conservación en Bangkok, es que a menudo ocurre con la aprobación tácita o la desidia apacible de una de las grandes cinco organizaciones no gubernamentales internacionales conservacionistas, o, como han sido apodadas por los líderes indígenas, las BINGO (por el inglés, “big international nongovernmental organisations”). Con frecuencia los pueblos indígenas son dejados completamente al margen del proceso.

Esta línea del conservacionismo que pone los derechos de la naturaleza por encima de los derechos de la gente despertó mi curiosidad. El otoño pasado me dispuse a enfrentar cara a cara el tema. Visité a miembros de tribus de los tres continentes que estaban luchando denodadamente con las consecuencias del conservacionismo occidental y encontré una alarmante similitud entre las historias que escuché.

Khon Noi, matriarca de una remota aldea de la montaña, se acurruca al lado de una cocina al aire libre, vestida con su traje suelto, de brillantes colores, que la identifica como una Karen, la más populosa de las seis tribus localizadas en las extensiones exuberantes, montañosas, del norte remoto de Tailandia. Su aldea de sesenta y seis familias ha vivido en el mismo valle por más de 200 años. Khon Noi mastica betel, escupiendo su brillante jugo rojo al fuego, y habla suavemente a través de sus dientes negros. Me dice que puedo utilizar su nombre en tanto no identifique su aldea.

“El gobierno no tiene idea de quién soy”, dice. “La única persona en la aldea que conocen por su nombre es el ‘jefe’ que ellos nombraron para representarnos en las negociaciones con el gobierno. Estuvieron aquí la semana pasada, con uniformes militares, para decirnos que no podíamos practicar más la agricultura de rotación en este valle. Si supieran que alguien estuvo hablando mal de ellos, volverían y nos sacarían de aquí”.

En un reciente estallido de entusiasmo ambiental estimulado por generosos ofrecimientos financieros del FMAM, el gobierno tailandés creó parques nacionales tan rápido como el Departamento Forestal Real pudo mapearlos. Diez años atrás apenas si se encontraba un parque en Tailandia, y debido a que esos pocos que existían eran “parques de papel” no registrados, pocos tailandeses sabían siquiera que estaban ahí.

Ahora hay 114 parques terrestres y 24 parques marítimos en el mapa. Casi 25.000 kilómetros cuadrados, la mayoría de los cuales están ocupados por tribus de la montaña y tribus de pescadores, son administrados actualmente por el departamento forestal como áreas protegidas.

“Un día, de la nada, aparecieron unos hombres de uniforme enseñando sus armas”, recuerda Kohn Noi, “y diciéndonos que ahora estábamos viviendo en un parque nacional. Esa fue la primera vez que supimos del parque. Nos confiscaron nuestras armas ... no más caza de animales con trampa o con lazo, y no más ágricultura de ‘roza y quema’. Así es como llaman a nuestra agricultura. Nosotros la llamamos rotación de cultivos y lo hemos estado haciendo en este valle por más de doscientos años. Pronto nos veremos obligados a vender arroz para comprar las verduras y legumbres que ya no nos permiten cultivar aquí. Podemos vivir sin la caza, pues criamos gallinas, cerdos y búfalos. Pero la agricultura de rotación es nuestra forma de vida.

Una semana antes de nuestra charla, y a poca distancia en avión al sur de la aldea de Noi, 6.000 conservacionistas asistían al Congreso Mundial de Conservación en Bangkok. En esa conferencia y en otros ámbitos, los grandes grupos conservacionistas negaron ser parte de las expulsiones. Mientras, produjeron gran cantidad de material de promoción que hablaba de su estrecha relación con los pueblos indígenas.

“Reconocemos que los pueblos indígenas tienen quizás la comprensión más profunda de los recursos vivos de la Tierra”, dice el presidente y director de Conservation International, Peter Seligman. Y añade que, “creemos firmemente que los pueblos indígenas deben tener la posesión, el control y la titulación de sus tierras”. Esos mensajes están cuidadosamente dirigidos a los principales financiadores del conservacionismo, que, en respuesta a los informes mencionados de la Fundación Ford y otra prensa, se han sensibilizado cada vez más con los pueblos indígenas y sus luchas por la supervivencia de su cultura.

El apoyo financiero para la conservación internacional se ha ampliado en los últimos años mucho más allá de las fundaciones individuales y familiares que dieron inicio al movimiento, para incluir grandes fundaciones como la Ford, MacArthur y Gordon y Betty Moore, así como el Banco Mundial, su FMAM, otros gobiernos, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo (USAID), una serie de bancos bilaterales y multilaterales, y empresas transnacionales. Durante la década de 1990 la USAID sola inyectó casi 300 millones de dólares al movimiento conservacionista internacional, que llegó a considerar un auxiliar vital para la prosperidad económica. Las cinco mayores organizaciones conservacionistas, entre ellas Conservation International, TNC y WWF, absorbieron más del 70% de ese gasto. Las comunidades indígenas no recibieron nada. La Fundación Moore hizo un compromiso singular de casi 280 millones en diez años, la mayor donación ambiental de la historia, a tan solo una organización -Conservation International. Y en los últimos años todas las BINGO se han convertido cada vez más en empresas, tanto por su orientación como por su afiliación. The Nature Conservancy se jacta ahora de tener casi dos mil empresas comerciales que lo patrocinan, mientras que Conservation Internationl ha recibido casi 9 millones de dólares de sus doscientos cincuenta “socios” empresariales.

Con ese tipo de palanca financiera y política, así como subdivisiones en casi todos los países del mundo, millones de miembros leales y presupuestos de nueve cifras, CI, WWF y TNC han ejercido una enorme presión a escala mundial para aumentar el número de las llamadas áreas protegidas -parques, reservas, santuarios de vida silvestre y corredores creados para preservar la diversidad biológica. En 1962 había alrededor de 1.000 áreas protegidas oficiales en todo el mundo. Actualmente hay 108.000, y cada día se agregan más. La superficie total de tierra en régimen de protección para la conservación en todo el mundo se ha duplicado desde 1990, cuando la Comisión Mundial de Parques estableció el objetivo de proteger el 10 por ciento de la superficie del planeta. Ese objetivo ha sido superado ya que actualmente está protegido más del 12% de toda la superficie terrestre, un total de unos 30,43 millones de quilómetros cuadrados. Se trata de una superficie mayor que el macizo territorial del continente africano. Durante la década de 1990, la nación africana de Chad aumentó la cantidad de tierras nacionales en régimen de protección de 0,1 a 9,1%. Toda ese territorio había estado previamente habitado por quienes ahora se estima ascienden a 600.000 refugiados del conservacionismo. Ningún otro país además de India, que oficialmente admite la cifra de 1,6 millón, contabiliza siquiera esta nueva clase de refugiados en aumento. Las estimaciones mundiales ofrecidas por la ONU, la UICN y unos pocos antropólogos van de 5 a decenas de millones. Charles Geisler, sociólogo de la Universidad de Cornell, quien ha estudiado el tema de los desplazamientos en África, tiene la certeza de que la cifra solamente en ese continente supera los 14 millones.

La verdadera cifra mundial, de conocerse alguna vez, dependería de la semántica de palabras tales como “desalojo”, “desplazamiento” y “refugiado”, acerca de las cuales las facciones vinculadas a los diversos aspectos del tema debaten interminablemente. El mayor argumento es que existen refugiados del conservacionismo en todos los continentes excepto la Antártida, y en la mayoría de los casos sus condiciones de vida son mucho más difíciles que las que tenían antes, impedidos ahora de ingresar a las tierras en las que crecieron durante siglos y hasta miles de años.

John Muir, precursor del movimiento conservacionista en los Estados Unidos, argumentó que habría que aislar la “vida silvestre” y dejarla sin habitantes, para satisfacer la necesidad humana urbana de recreación y renovación espiritual. Fue un sentimiento que se convirtió en política nacional con la aprobación de la Ley de Vida Silvestre de 1964, que definió la vida silvestre como un lugar “donde el hombre mismo es un visitante que no permanece”. No deberíamos sorprendernos de encontrar fuertes residuos de esos sentimientos entre los grupos conservacionistas tradicionales.

La preferencia por la naturaleza “virgen” ha permanecido en un movimiento que ha tendido a valorar a toda la naturaleza con excepción de la naturaleza humana, y se ha negado a reconocer la dimensión salvaje positiva de los seres humanos.

Hasta la fecha continúan las expulsiones en todo el mundo. El gobierno indio, que desalojó a 100.000 Adivasis (población rural) en Assam entre abril y julio de 2002, estima que en la próxima década desplazará a 2 o 3 millones más. La política se debe en gran medida a una ley de 1993 propuesta por WWF, que exigía que el gobierno aumentara las áreas protegidas en un 8%, principalmente para proteger el hábitat del tigre. Una amenaza más inmediata se refiere a la inminente expulsión de varias comunidades mayas de la región de Montes Azules en Chiapas, México, un proceso que comenzó a mediados de la década de 1970 con la intención de preservar el bosque tropical virgen, lo cual podría fácilmente hacer estallar una guerra civil. Conservation International está muy involucrado en esa controversia, al igual que una serie de industrias extractivas.

La población tribal, que tiende a pensar y planificar en términos de generaciones, y no de semanas, meses y años, todavía espera que le presten la consideración prometida. Por supuesto, la declaración preliminar de la ONU es el premio, porque debe ser ratificada por numerosas naciones. La declaración no ha sido aprobada hasta ahora, principalmente porque dirigentes poderosos como Tony Blair, del Reino Unido, y George Bush, de los Estados Unidos, amenazan con vetarla, con el argumento de que no hay y nunca debería haber una cosa como los derechos humanos colectivos.

Lamentablemente, los grupos de derechos humanos y los conservacionistas internacionales se enfrentan sobre la cuestión del desplazamiento, cada uno de los bandos culpando al otro de la crisis particular que perciben. Los biólogos conservacionistas argumentan que al permitir que las poblaciones nativas realicen actividades agrícolas, cacen y hagan recolección en las áreas protegidas, los antropólogos, los preservacionistas culturales y otros grupos que apoyan los derechos indígenas se vuelven cómplices de la pérdida de diversidad biológica. Algunos, como el presidente de Wildlife Conservation Society (WCS), Steven Sanderson, dice abiertamente que cree que todo el programa conservacionista mundial ha sido “secuestrado” por quienes defienden a los pueblos indígenas, colocando la vida silvestre y la biodiversidad en peligro. “Los pueblos de los bosques y sus representantes tal vez hablen por el bosque”, dijo Sanderson, “Tal vez hablen por su versión del bosque; pero no hablan por el bosque que nosostros queremos conservar”. WCS, originalmente la Sociedad Zoológica de Nueva York, es una BINGO de menores dimensiones y estatura que TNC, CI y similares, pero es más insistente que sus colegas en el argumento de que los derechos territoriales indígenas, si bien son una cuestión social válida, no atañen a los conservacionistas.

Las soluciones de mercado presentadas por los grupos de derechos humanos, que pueden haber sido aplicadas con la mejor de las intenciones sociales y ecológicas, comparten un resultado lamentable, apenas discernible por detrás de una hábil promoción que actúa como pantalla de humo. En casi todos los casos los pueblos indígenas son trasladados a la economía monetaria sin tener los medios para participar en ella plenamente. Quedan permanentemente contratados como policía montada de parques (nunca como guardaparques), porteros, mozos, segadores o, si logran aprender un idioma europeo, guías ecoturísticos. Dentro de este modelo, la “conservación” se acerca aún más al “desarrollo”, mientras las comunidades nativas se asimilan dentro de los estratos más bajos de las culturas nacionales.

No debería sorprendernos, pues, que los pueblos tribales consideren a los conservacionistas como otros colonizadores -una extensión de las fuerzas letales de la hegemonía económica y cultural. Sociedades enteras como los Batwa, los Maasai, los Ashaninka de Perú, los Gwi y Gana de Botswana, los Karen y Hmong del sudeste de Asia, y los Huaorani de Ecuador estén siendo transformados de comunidades independientes y autosuficientes en comunidades pobres y profundamente dependientes.

Cuando el otoño pasado viajé por toda Mesoamérica y la cuenca andino amazónica visitando a miembros del personal de CI, TNC, WCS Y WWF, buscaba señales de que se vislumbraba algún despertar. El personal de campo con el que me entrevisté era totalmente consciente de que el espíritu de exclusión sobrevive en las oficinas centrales de sus organizaciones, junto con un prejuicio sutil pero real contra la sabiduría indígena “no científica”. Dan Campbell, director de TNC en Belize, admitió que “Tenemos una organización que a veces intenta emplear modelos que no encajan en la cultura de las naciones con las que trabajamos”. Y Joy Grant, de la misma oficina, declaró que como consecuencia de un prolongado desacuerdo con los pueblos indígenas de Belice, la población local “es ahora la clave para todo lo que hacemos”.

“Somos arrogantes”, fue la confesión de una ejecutiva de CI que trabaja en América del Sur, quien me pidió que no la identificara. Me conmovió que lo admitiera, hasta que continuó dando a entender que éste era apenas un defecto menor de carácter. En realidad, la soberbia fue citada por casi todos los cerca de cien líderes indígenas con los que me entrevisté, como un impedimento importante para construir canales de comunicación con las grandes organizaciones conservacionistas.

Si las observaciones de campo y los sentimientos de los trabajadores de campo se filtraran en las oficinas centrales de CI y de las otras BINGO, podría haber un final feliz para esta historia. Existen modelos de trabajo positivos de conservación socialmente sensible en todos los continentes, especialmente en Australia, Bolivia, Nepal y Canadá, donde la legislación nacional que protege los derechos territoriales indígenas no deja a los conservacionistas foráneos otra opción que la de unir sus manos con las de las comunidades indígenas y elaborar formas creativas para proteger el hábitat silvestre y sostener la biodiversidad, permitiendo a la vez que los ciudadanos indígenas habiten sus asentamientos tradicionales.

En la mayoría de esos casos es la población nativa la que inicia la creación de una reserva, que seguramente es denominada un “área indígena protegida” o un “área de conservación comunitaria”. Las áreas indígenas protegidas son una invención de los aborígenes australianos, muchos de los cuales han recuperado la posesión de sus tierras y la autonomía territorial en el marco de nuevos tratados con el gobierno nacional. Las áreas de conservación comunitaria están apareciendo en todo el mundo, desde las aldeas pescadoras de Laos, junto al Río Mekong, hasta el bosque Mataven en Colombia, donde seis tribus indígenas viven en 152 aldeas, bordeando una reserva ecológicamente intacta de 16.188 kilómetros cuadrados.

Los Kayapo, una nación de indios amazónicos con los cuales el gobierno brasileño y CI han formado un proyecto de conservación cooperativo, es otro ejemplo. Los líderes Kayapo, reconocidos por su militancia, se negaron rotundamente a ser tratados tan solo como otra parte interesada de un acuerdo a dos puntas entre un gobierno nacional y una ONG conservacionista, como suele ocurrir con los planes de gestión cooperativa. En todas las negociaciones insistieron en ser un actor en igualdad de condiciones, con derechos iguales y soberanía territorial. Como resultado se creó el Parque Nacional Xingu, el primer parque del continente en posesión de los indígenas, para proteger las formas de vida de los Kayapo y otros grupos indígenas amazónicos que están decididos a permanecen dentro de los límites del parque.

En numerosos casos, una vez que se establece un área de conservación comunitaria y se garantizan los derechos territoriales, la comunidad fundadora invita a una BINGO a enviar a sus ecologistas y biólogos para compartir la tarea de proteger la biodiversidad combinando la metodología científica occidental con el conocimiento ecológico indígena. Y en ocasiones pedirán ayuda para negociar con gobiernos poco dispuestos.

Por ejemplo, el pueblo Guaraní Izoceños, que vive en Bolivia, inivitó a la organización Wildlife Conservation Society a mediar en un acuerdo de co-administración con su gobierno, que hoy día permite a la tribu administrar y tener la posesión de parte del nuevo Parque Nacional de Kaa-Iya del Gran Chaco.

No obsatnte, tal vez no haya que poner demasiadas esperanzas en unos pocos modelos exitosos de co-administración. La insaciable codicia empresarial por energía, madera, medicinas y metales estratégicos sigue siendo una amenaza considerable para las comunidades indígenas. Sin duda, una amenaza mayor que el conservacionismo. Pero las fronteras entre ambas se están borrando. Especialmente problemático es el hecho de que las organizaciones conservacionistas internacionales siguen trabajando confortablemente en sus sedes con algunos de los extractivistas de recursos mundiales más agresivos, como las empresas Boise Cascade, Chevron-Texaco, Mitsubishi, Conoco-Phillips, International Paper, Rio Tinto Mining, Shell y Weyerhauser, todas ellas miembros de una entidad creada por CI, denominada el Centro de Liderazgo Ambiental para Empresas. Por supuesto, si las BINGO fueran a renunciar a sus socios empresariales perderían millones de dólares en ingresos y acceso al poder mundial, sin lo cual ellos creen sinceramente que no podrían ser efectivos. Y hay algunos biólogos conservacionistas respetados e influyentes que todavía apoyan férreamente la idea de una conservación vertical, centralizada y “amurallada”. John Terborgh, de la Universidad Duke, por ejemplo, cree que los proyectos co-administrados y las áreas de conservación comunitaria son un error enorme. “Considero que un parque tendría que ser un parque y no debería haber gente que lo habitara”, declara. Su argumento se basa en tres décadas de investigación en el Parque Nacional del Manu, en Perú, donde los indígenas Machiguenga pescan y cazan animales con armas tradicionales. A Terborgh le preocupa que comprarán los botes a motor, rifles y sierras que usan los otros indígenas fuera del parque, y que la biodiversidad sufrirá. Luego está el paleontólogo Richard Leakey, quien en el Congreso Mundial de Parques de 2003, realizado en Sudáfrica, desencadenó una andanada de protestas cuando negó la existencia misma de los pueblos indígenas en Kenia, su tierra ancestral, y argumentó que “el interés mundial por la biodiversidad puede en ocasiones estar por encima de los derechos de la población local”.

Aún así, muchos conservacionistas han comenzado a darse cuenta de que la mayoría de las áreas que procuraban proteger son ricas en biodiversidad precisamente porque quienes vivían allí llegaron a comprender el valor y los mecanismos de la diversidad biológica. Algunos incluso admitirán que condenar a 10 millones o más de personas a una vida de pobreza y desposeimiento ha sido un error enorme -no solamente un error desde el punto de vista moral, social, filosófico y económico sino también ecológico.

Otros han aprendido por la experiencia que los parques nacionales y las áreas protegidas rodeadas de gente indignada y hambrienta, que se define a sí misma como “enemiga de la conservación”, generalmente están condenados al fracaso.

Más y más conservacionistas parecen estar preguntándose cómo es que, después de aislar una extensión de tierra “protegida” del tamaño de África, la diversidad biológica mundial continúa decayendo. Debe haber algo terriblemente equivocado con este plan -especialmente después que la Convención de Diversidad Biológica documentó el pasmoso hecho de que en África, donde se han creado tantos parques y reservas y donde los desalojos de indígenas tienen sus mayores índices, el 90% de la biodiversidad está fuera de las áreas protegidas. Si deseamos preservar la biodiversidad en las extensiones remotas del planeta, lugares que a menudo todavía están ocupados por pueblos indígenas que viven de una manera ecológicamente sustentable, la historia nos enseña que lo más torpe que podemos hacer es expulsarlos de allí.


(*) Mark Dowie enseña ciencia en la Universidad de California, Escuela de Graduación en Periodismo de Berkeley. Fue editor y redactor de la revista Mother Jones y editor general de InterNation, un consorcio transnacional de prensa de Nueva York. Es autor de cuatro libros, entre ellos “Losing Ground: American Environmentalism at the Close of the Twentieth Century,” (1995, MIT Press), que fue nominado para un Premio Pulitzer. Este artículo fue publicado por primera vez en la revista Orion, www.oriononline.org

Author: Mark Dowie
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